El octavo de los 10 hijos de Natália Monteiro da Silva nació condenado. Incluso antes de venir al mundo, fue puesto entre rejas a causa de la guerra contra las drogas. Sus primeros días de vida los pasó dentro de una celda en la Colonia Penal de Mujeres de Recife, una ciudad en el noreste de Brasil. El 15 de agosto de 2017, agentes de la policía civil acudieron a la casa de su madre y se la llevaron acusada de tráfico y asociación para el tráfico de drogas. Natália tenía 31 años y estaba en su séptimo mes de embarazo.
“Justo después de dar a luz, toda mujer quiere recibir el cariño de los familiares y yo no lo tuve. No tenía ningún familiar conmigo en ese momento. Quien estuvo a mi lado justo después del nacimiento de mi hijo fue un funcionario de prisiones”, recuerda Natália. Al menos se libró de ser esposada durante el parto, una práctica que había afectado a muchas reclusas y que fue abolida por una ley federal aprobada el año en que fue detenida. Se le concedió la libertad condicional tras pasar un año y tres meses en el sistema penitenciario. Al día de hoy, su caso sigue en curso, sin fecha para el juicio.
Natália afirma que nunca ha estado involucrada en el tráfico de drogas y que fue detenida por vivir en la misma casa donde su ex pareja, y padre de su hijo que nació en la cárcel, escondía drogas.
Para el investigador y juez de ejecución penal Luís Carlos Valois, autor de El derecho penal de la guerra contra las drogas, casos como el suyo son los más comunes cuando se trata del encarcelamiento de mujeres por delitos de narcotráfico. “Esta proporción de mujeres detenidas por delitos de drogas se debe a que las mujeres pasan más tiempo en casa. Si se hace un estudio sólo de los casos de allanamientos de morada, se observará el elevado número de detenciones de mujeres en relación con los hombres. La policía llega y no encuentra al hijo ni al marido, que son los dueños de la droga y es la mujer la que va presa”, afirma.
Las fuentes oficiales difieren sobre el número de presos en Brasil, pero todos los análisis apuntan a la actual ley de drogas, la 11.343, aprobada en 2006, como uno de los principales factores para la aceleración del proceso de encarcelamiento masivo de la población brasileña. Desde la aprobación de la ley, la población carcelaria ha aumentado un 209%, alcanzando la cifra actual de 755.274 personas privadas de libertad en Brasil, según el Anuario Brasileño de Seguridad Pública, del think tank Foro Brasilero de Seguridad Pública. El número de personas encarceladas por delitos de drogas aumentó un 156%. Si hasta 2005 el 9% de las personas eran encarceladas por delitos de drogas, hoy la cifra es del 29%.
Las mujeres negras, como Natalia, se han visto especialmente afectadas por el encarcelamiento masivo impulsado por la guerra contra las drogas. Según el Departamento Penitenciario Nacional (Depen), aunque representan el 5% del total de presos, el 65% de las mujeres encarceladas acabaron entre rejas por la ley de drogas de 2006. Los negros, que en Brasil representan el 56% de la población, constituyen el 67% de los encarcelados. Antes de la actual ley de drogas, los negros eran el 58%, según el Foro Brasilero de Seguridad Pública. Eso es un aumento del 378% en la población carcelaria negra, mientras que el número de presos blancos aumentó un 239,5% en el mismo periodo.
Aunque la legislación brasilera y las Reglas de Bangkok de las Naciones Unidas recomiendan que las mujeres embarazadas y con hijos pequeños reciban arresto domiciliario, es habitual que los tribunales brasileños decidan mantener entre rejas a las madres, a las embarazadas y a las madres lactantes. Ese fue el caso de Rosa Maria da Silva. Su quinto hijo sólo tenía un mes de edad cuando la madre fue llevada a la misma prisión donde estaban Natália y su bebé. Negra, todavía lactante y detenida por vender piedras de crack a los 38 años, entró en la celda con la blusa mojada por la leche que salía de sus pechos.
Su hijo tuvo que ir a la cárcel unos días después. A pesar de informar que el bebé tuvo apoyo médico y condiciones de higiene razonables durante el período que estuvieron en prisión, Rosa dice que el encierro dejó secuelas en el niño que aún hoy, cuatro años después, siguen reverberando en su vida cotidiana.
“A veces sus abuelos comentan algo de esta época. Y viene a preguntarme si estuve presa. Me enseña su foto de bebé y me pregunta si estuvo en la cárcel conmigo. Yo digo que no, pero de vez en cuando se lo oye a su abuela. Tendrá cuatro años todavía, pero es un niño muy inteligente y está en esa fase en la que repite todo lo que oye”, dice.
Un camino al infierno pavimentado de buenas intenciones
Al aumentar el encarcelamiento masivo de la población pobre y negra, la Ley 11.343 se convirtió en lo contrario de lo que pretendía ser.
Sancionada por el presidente de centro-izquierda Luiz Inácio Lula da Silva, la nueva ley de drogas pretendía ser progresista al eliminar las penas de prisión para los consumidores de drogas. La intención era que el consumidor fuera tratado como alguien que necesita ser apoyado por el sistema de salud pública y que los narcotraficantes tuvieran menos recursos para reclutar jóvenes para unirse al crimen organizado. La nueva ley rompió con una tradición prohibicionista que venía desde los años 30 y que cobró fuerza en la década de los 70, que creó penas cada vez más duras para todos los implicados en drogas, incluidos consumidores, productores y vendedores.
La primera ley de drogas del país había sido firmada en 1921 por el presidente Epitácio Pessoa, prohibiendo “la venta de cocaína, opio, morfina y sus derivados”. En 1938, el gobierno del dictador Getúlio Vargas promulgó un decreto que, por primera vez, también reprimió el consumo de drogas, incluida la marihuana. La posesión y el tráfico de drogas fueron tratados como delitos contra la salud pública a partir de 1940.
El número de personas encarceladas por delitos relacionados con las drogas aumentó durante la dictadura militar que gobernó Brasil de 1964 a 1985. Entre 1964 y 1974, el número total de personas encarceladas aumentó de 19.771 a 30.683, según el Anuario Estadístico de Brasil, publicado por el IBGE. Durante este periodo, los encarcelados por estar implicados en el tráfico o consumo de drogas pasaron de 517 a 2.135, un aumento del 312%.
Brasil entró en la guerra contra las drogas en 1976, con la Ley 6.368, que instauró “medidas para prevenir y reprimir el tráfico ilícito y el uso indebido de sustancias estupefacientes o que causen dependencia física o psicológica”. Esta posición estaba en consonancia con la política adoptada por Estados Unidos desde 1971, bajo la administración de Richard Nixon, que hizo de las drogas el enemigo doméstico número uno del país.
“La política norteamericana de represión se exportó a toda América Latina. En Brasil, el gobierno militar aprovechó este momento para cambiar la ley y convertir al consumidor en un criminal. Antes, sólo los proveedores de drogas eran considerados infractores. Ciertamente, aquí hubo una influencia estadounidense”, explica el historiador Athos Vieira, coordinador del proyecto "Drogas Cuánto Cuesta Prohibir", del Centro de Estudios sobre Seguridad y Ciudadanía (CESeC) de la Universidad Candido Mendes.
A partir de la década de 1980, con la popularización de la cocaína y el crecimiento de su comercio, junto con la aparición de los primeros grupos organizados de narcotraficantes en el país, el gobierno comenzó a intensificar aún más el carácter represivo de la política de drogas. La Constitución brasilera de 1988, aplicada tras el fin de la dictadura, definió el narcotráfico como “delito no punible y no susceptible de gracia o amnistía”, junto con la tortura y el terrorismo.
La ley de drogas de 2006 pretendía romper con la escalada punitiva de la legislación anterior al establecer el fin de la pena de prisión para los consumidores de drogas. En su momento, la propuesta fue considerada demasiado progresista por el ala más conservadora del Congreso Nacional. “La nueva ley antidrogas que sancionará el presidente Lula es muy mala en relación con el consumidor de drogas y el drogadicto, porque no hay absolutamente ningún castigo. Puedes fumar. Es como si hubieran legalizado las drogas en Brasil”, gritó, desde la tribuna del Senado Federal, el pastor y cantante de gospel elegido senador Magno Malta, un día antes de que el presidente Lula sancionara la ley.
De hecho, el artículo 28 de la ley establece que los consumidores de drogas sólo pueden ser castigados con una amonestación, trabajos comunitarios o la obligación de asistir a programas o cursos educativos. Los traficantes, en cambio, entran en el ámbito del artículo 33, con penas que oscilan entre los cinco y los quince años de prisión en régimen cerrado. Sin embargo, al no establecer criterios claros, como la cantidad de droga, para diferenciar a los consumidores de los traficantes, el texto legal dejó margen para interpretaciones más rígidas de la ley.
En la práctica, la diferenciación pasó a ser hecha por la policía, los fiscales y los jueces basados en prejuicios de raza y clase social. Investigadores y activistas señalan que la policía y el sistema de justicia penal empezaron a inculpar a los consumidores de drogas pobres y negros como traficantes, convirtiendo la ley en una herramienta para controlar a la población negra.
"Se suponía que esta ley iba a reducir el número de personas en prisión, pero algo que parecía que iba a ser bueno se convirtió en algo malo debido a la guerra contra las drogas que vivimos", dice el juez e investigador Luiz Carlos Valois.
Para la abogada e investigadora Dina Alves, coordinadora del Departamento de Justicia y Seguridad Pública del Instituto Brasilero de Ciencias Penales (Ibccrim), la guerra contra las drogas siempre ha perseguido a los negros y a los pobres en Brasil, pero la práctica se amplió con la ley de 2006. "La política de represión golpea a esta población desde hace mucho tiempo. El retrato de esto es la tragedia del encarcelamiento masivo. La nueva ley de drogas de 2006 hizo que aumentara mucho el número de personas detenidas por el delito de tráfico. Esto ocurre a través de la intersección entre raza, clase y género que influye drásticamente en el número de presos que tenemos hoy en Brasil", afirma.
El ex presidente Lula, que sancionó la ley de drogas en 2006, nunca se ha arrepentido públicamente de la norma. Preguntado por esta alianza periodística, a través de su oficina de prensa, declinó hacer comentarios. Ninguno de los presidentes que vinieron después -Dilma Rousseff, del mismo partido que Lula, el derechista Michel Temer y el ultraderechista Jair Bolsonaro- hizo mención alguna a cambiarla.
Una demanda que busca modificar la ley de 2006 y despenalizar totalmente el consumo de drogas está pendiente de resolución en el Tribunal Supremo Federal –la más alta corte del país- desde 2015, pero el proceso está estancado. Seis años después, sólo tres de los 11 magistrados del STF han votado sobre la demanda, todos a favor de la despenalización. Desde 2019, el juicio está paralizado y no tiene fecha para volver a la agenda del tribunal.
Una ley Jim Crow brasileña
El abogado Roberto Tardelli, que es blanco y durante 31 años fue fiscal del Ministerio Público de São Paulo, reconoce que la aplicación de la ley de drogas obedece a criterios racistas.
“Hay una ley y tiene diferentes aplicaciones, porque es el resultado de una suma de estereotipos sociales. Si me pillan con 30 gramos de marihuana, nadie pensará que estoy traficando, porque puedo decir que esa marihuana es para mí. Pero si la misma situación se produce en Capão Redondo [un barrio pobre y mayoritariamente negro de la periferia de São Paulo], con una persona negra, que lleve la misma cantidad, seguramente será acusada de tráfico”, explica.
El sesgo racista comienza en los abordajes que hace la policía en las calles, que originan la mayoría de las detenciones y afectan desproporcionadamente a la población negra. El 42% de hombres negros con bajos ingresos dice haber sido objeto de aproximaciones policiales abusivas, un porcentaje que se reduce al 34% entre los hombres blancos, según una investigación del Instituto Locomotiva. Sobre esto, el comandante de una unidad de élite de la Policía Militar de São Paulo ya ha declarado que los abordajes en los barrios pobres, de mayoría blanca, tienen que ser "diferentes" de los realizados en las periferias negras de las ciudades.
Vivir en un barrio pobre, por sí mismo, se acepta como prueba en los tribunales de que una persona puede ser un traficante y no un consumidor de drogas. En el estado de Río de Janeiro, en el 75% de las condenas del sistema judicial por los delitos de tráfico y asociación para traficar, los jueces utilizaron la justificación de que el sospechoso se encontraba en una favela, descrita como un “lugar dominado por una facción criminal”, según la investigación de la Defensoría Pública del Estado de Río de Janeiro.
Las cifras de las incautaciones de drogas muestran que la gran mayoría de las personas detenidas en virtud de la ley de 2006 son meros consumidores de drogas o, a lo sumo, pequeños traficantes. En el estado de São Paulo, la mitad de las personas detenidas por tráfico de marihuana llevan hasta 40 gramos de la droga, según un estudio de la ONG Sou da Paz. En Río de Janeiro, el 28% de los "traficantes" de cocaína llevaban hasta 20 gramos de la droga, según la Defensoría del Pueblo.
Los negros y los pobres pueden ser detenidos por tráfico de drogas aunque no tengan ninguna, como descubrió en 2019 el vendedor Rogério Xavier Salles, de 32 años. Detenido por la policía militar mientras vendía caramelos en un semáforo de la ciudad de Osasco, en el área metropolitana de São Paulo, Salles fue denunciado ante la Justicia por llevar una sustancia que parecía cocaína. Incluso después de que las pruebas demostraran que la sustancia no era una droga, el vendedor negro pasó 28 días en la cárcel. “Como saben que somos pobres, que vivimos en la periferia, la policía nos ve con otros ojos”, dice la madre de Salles, Maria Inês Xavier, que acudió a autoridades y periodistas para denunciar la injusticia y no descansó hasta ver a su hijo libre.
El fiscal Rodrigo César Coccaro, que imputó a Salles por el delito de tráfico de drogas sin drogas, dijo no arrepentirse de la decisión y reafirmó que su imputación fue correcta, debido a que el acusado tenía multas anteriores por tráfico y porque fue detenido en una ciudad donde el tráfico de drogas es un “delito muy frecuente”.
Los agentes de policía no necesitan más pruebas que su propia palabra para validar la detención de un negro pobre por tráfico de drogas. Tres estudios diferentes realizados por el Centro de Estudios sobre Violencia de la Universidad de São Paulo, la Defensoría Pública del Estado de Río de Janeiro y el juez e investigador Luís Carlos Valois descubrieron que en el 62% al 74% de las condenas por tráfico de drogas, los únicos testigos que se escucharon durante todo el proceso fueron los policías responsables de la detención del acusado.
Sabiendo la facilidad con la que su palabra es aceptada como verdad por los tribunales cuando se trata de sospechosos negros y pobres, policías corruptos llevan en sus coches parafernalia de drogas que utilizan para "plantar" a personas que abordan en la calle. Si aceptan pagar un soborno, llamado "arrego", son liberadas. Si no quieren o no pueden pagar, se les acusa con el artículo 33 de la ley de drogas y responden por tráfico, que puede conllevar una pena de hasta 15 años. Todo ello con un poco de ayuda por parte de fiscales y jueces que se han acostumbrado a aceptar la versión policial de los hechos sin rechistar.
La policía ha registrado casos de agentes detenidos y expulsados del cuerpo por ser sorprendidos con estas drogas de extorsión, llamadas "kits flagrantes". El año pasado, un soldado de la Policía Militar de São Paulo, que fue sorprendido con un "kit flagrante", admitió que pretendía "utilizar la droga en incidentes".
Brasileros negros en la mira
Creada con el objetivo de proteger la salud pública, la ley de drogas perjudicó la salud de muchas personas. Ese fue el caso de Gabriel Prazeres Gomes, quien falleció a los 19 años el 28 de septiembre de 2019, víctima de una meningitis que contrajo en el Centro de Detención Provisional de Osasco, donde estaba recluido como sospechoso de tráfico de drogas. Antes de ser detenido, acababa de realizar su sueño de comprarse una moto y con ella había empezado a trabajar como mensajero, luchando por realizar un segundo sueño, el de casarse con su novia. No tuvo tiempo.
Según su hermana, Gomes era un objetivo frecuente de abordajes policiales. “Siempre eran los mismos policías. Gabriel era muy juguetón y no se tomaba las cosas muy en serio, y creo que eso irritaba a los policías, quizá porque se reía en el momento menos oportuno", cuenta. Dice que los policías que se acercaron a Gomes amenazaron con "inculpar" al joven negro y pobre. Se trata de un tipo de amenaza muy utilizado por la policía de la periferia desde la ley de drogas de 2006: inculpar a jóvenes negros por tráfico de drogas "plantándoles" pequeñas cantidades de droga.
El 31 de julio de ese año, según la familia, los policías cumplieron su amenaza y llevaron a Gomes a una comisaría. Dijeron que le habían encontrado 131,8 gramos de droga. Las pruebas fueron aceptadas por un fiscal y un juez. Tras ser detenido preventivamente, fue llevado a prisión, donde murió en menos de dos meses, antes de ser juzgado.
Aunque la Constitución brasileña establece que la prisión preventiva sin juicio debe aplicarse sólo en casos excepcionales, en la práctica este tipo de encarcelamiento se ha convertido en una norma para jóvenes pobres y negros. Alrededor del 30% de las personas en las cárceles son detenidos provisionales a la espera de juicio. Gente como Gomes.
El enorme número de presos sin juicio hace que la situación en las cárceles brasileras sea aún peor, ya que suelen albergar al doble de personas que las vacantes disponibles -en algunos estados del norte, como Amazonas y Roraima, la ocupación puede ser hasta tres o cuatro veces superior al número de vacantes. La situación en las prisiones es tan precaria que se asemeja a la de un campo de exterminio. Entre 2015 y 2018, una media de 1.550 personas murieron en sus celdas, según datos del Consejo Nacional del Ministerio Público, la mayoría de ellas por "causas naturales". Es decir, por enfermedades provocadas por las condiciones de las cárceles, que un ministro de Justicia ya calificó de "medievales".
Así, las muertes dentro de las cárceles se suman a las cometidas por la policía en las calles, que en 79% de los casos afectan sólo a personas negras, para conformar lo que varios investigadores, como el actor y activista Abdias Nascimento, fallecido en 2011, han llamado el genocidio del negro brasilero.
"No existe guerra sin enemigo y el objetivo de cualquier combate es eliminar al enemigo. Sólo que cuando hablamos de la guerra contra las drogas, ese enemigo fue creado por los estereotipos sociales construidos a lo largo de los años. ¿Y quién es ese enemigo? Siempre han sido los que son diferentes de los que están en el poder. En Brasil son los que están en la periferia", analiza Roberto Tardelli.
De este modo, una ley pensada para encarcelar a menos personas se convirtió en otra ley utilizada para reprimir a su población negra, siguiendo el ejemplo de varias otras que el país ha adoptado desde que abolió la esclavitud en 1888.
Brasil fue el país que tuvo el mayor número de negros esclavizados en toda América. Oficialmente, el régimen esclavista duró 338 años y se calcula que 4,8 millones de personas fueron capturadas en África para ser explotadas durante este periodo. Esta población sufrió los más duros castigos y torturas jamás cometidos en territorio brasileño. Estas marcas de punitivismo y represión están presentes en la sociedad hasta el día de hoy.
Tras la abolición de la esclavitud en Brasil, una masa de negros pobres sin ninguna ocupación continuó siendo perseguida por el Estado, incluso siendo personas libres. La práctica de la capoeira, una mezcla de arte marcial y danza practicada por antiguos esclavos, se convirtió en delito en el código penal promulgado en 1890, sólo dos años después de la firma de la Ley Áurea, el documento que abolió la esclavitud en el país, y se mantuvo así hasta 1936. El mismo código introdujo el delito de vagancia, que se utilizó hasta los años 80 como herramienta para reprimir y encarcelar a los negros y a los pobres que no podían demostrar una ocupación.
Quién ordena arrestar
La transformación de la ley de drogas de 2006 en una herramienta que potencia el racismo puede explicarse también por las características del sistema de justicia penal de Brasil.
La relación de los agentes involucrados en la política de drogas en Brasil difiere poco del sistema esclavista que ha formado el carácter de Brasil desde la época colonial. Los castigados de hoy en día en Brasil tienen básicamente el mismo perfil que los castigados en siglos pasados. Negros, pobres y marginados.
Los que castigan también siguen, casi en su mayoría, el mismo patrón social que definió el curso de las vidas de los que habían llegado de África. Son hombres, blancos y de familias tradicionales. El 77% de los fiscales son blancos, según un estudio realizado por el Centro de Estudios sobre Seguridad y Ciudadanía. Entre los magistrados, los blancos son el 80%, según el Consejo Nacional de Justicia.
"Se puede afirmar que hay personas que prácticamente nacen con la garantía de un puesto en los más altos tribunales del país", dice la abogada e investigadora Luciana Zaffalon, directora ejecutiva del think tank Justa, que analiza a la rama judicial brasilera.
Los datos de Justa indican que, entre los jueces que actúan en primera instancia, hay 7,4 hombres blancos por cada mujer negra. Entre los jueces de los tribunales de apelación o segunda instancia, que tienen más poder para tomar decisiones y definir la política judicial, la falta de diversidad es aún mayor. Por cada jueza negra, hay 37,8 jueces blancos.
En la relación entre los que juzgan y los que son juzgados, estos dos grupos viven realidades completamente opuestas y uno define sustancialmente cómo será la vida del otro, señala el ex fiscal Roberto Tardelli. Estas distorsiones, según él, quedan en evidencia en las medidas punitivistas que se adoptan en relación con los delitos de drogas en el país.
"Hoy tenemos una generación que siempre ha vivido con prebendas, ha estudiado en los mejores colegios y ha vivido en urbanizaciones cerradas. Muchos de ellos ni siquiera vivían en un barrio con gente corriente. Estas pequeñas cosas cotidianas, estas diferencias en las relaciones interpersonales, conforman nuestra visión del mundo. Viven en un mundo en el que todos se parecen, tienen doble nombre, viajan al extranjero. Esta gente no ha visto nunca a un pobre durante la mayor parte de su vida", dice Tardelli.
Según la plataforma Justa, todos los jueces se encuentran entre el 0,08% de personas ricas del país. Un fiscal o un juez cobran más del doble que los jueces y fiscales de Alemania, por ejemplo. Un magistrado cuesta a las arcas brasileñas una media de 50.900 reales (unos 10.090 dólares), según datos de 2019 del Consejo Nacional de Justicia, una cantidad 48,7 veces superior a un salario mínimo. "Es una decisión presupuestaria enriquecer a unos pocos a costa de garantizar los derechos de la gran mayoría de la población", dice Zafallon.
Para completar, parte de las cantidades utilizadas para pagar a los magistrados, según el análisis de Justa, entra en el presupuesto estatal en forma de créditos adicionales: valores que no estaban previstos en el presupuesto original, aprobado por los diputados estatales, y que dependen únicamente de la voluntad del gobernador para ser concedidos. "Los gobiernos transfieren, a puerta cerrada, dinero extra a las instituciones que deberían supervisar y juzgar los abusos y omisiones del propio poder ejecutivo", dice Zafallon.
Según la investigadora, la estrecha relación entre los responsables de la administración de justicia y los gobernantes, responsables de la policía, ayuda a explicar por qué los fiscales y los jueces aceptan tan fácilmente las versiones presentadas por los policías contra los jóvenes negros acusados de tráfico de drogas, aunque hayan sido "montadas". Para ella, la política de justicia se reduce a "blindar a las élites y criminalizar a los pobres".
El precio de la represión
Toda guerra tiene un costo alto. Ya sea en términos económicos o en número de vidas perdidas. Ante esta situación, el Centro de Estudios sobre Seguridad y Ciudadanía elaboró el estudio Drogas: cuánto cuesta prohibir, que analiza la cantidad de dinero que el Estado gasta para reprimir el uso y el comercio de drogas. Las cifras son enormes y demuestran lo costosa que es esta lucha para el erario público.
Con datos recogidos en São Paulo y Río de Janeiro, estados con los mayores índices de personas detenidas por drogas en el país, el estudio muestra un coste multimillonario empleado por estos gobiernos para intentar contener el avance de las sustancias prohibidas en sus territorios. Juntas, las dos administraciones públicas gastaron 5.200 millones de reales (1.000 millones de dólares) en un solo año de aplicación de la ley de drogas, incluyendo el gasto en la policía, el Ministerio Público, el Tribunal de Justicia, la Defensoría Pública, el sistema penitenciario y el sistema social y educativo.
"Analizamos todos los organismos que forman parte del sistema de seguridad, empezando por la policía, pasando por el Ministerio Público y el Poder Judicial, hasta llegar al sistema carcelario. A partir de eso, encontramos que en São Paulo, por ejemplo, se gastaron 4,2 mil millones de reales en 2017, y en el mismo período Río de Janeiro utilizó mil millones de reales de las arcas públicas", explica el coordinador del estudio, Athos Vieira.
La investigación compara cómo estos recursos gastados en la aplicación de la ley de drogas podrían invertirse en otras necesidades básicas de la población. En Río de Janeiro, la misma cantidad gastada en represión podría financiar a 252.000 estudiantes en escuelas secundarias o beneficiar a 145.000 familias durante un año en un programa de renta básica equivalente a la ayuda de emergencia pagada durante la pandemia. En São Paulo, permitiría mantener en funcionamiento dos hospitales públicos como el Hospital de Clínicas de la Universidad de São Paulo o construir 462 nuevas escuelas.
"En Río de Janeiro, la guerra contra las drogas ha adquirido las proporciones de una guerra civil, pero la gente sabe que en otras partes de Brasil las drogas funcionan como una capacidad de desarrollo económico. Lo que hace el prohibicionismo es reprimir una actividad comercial que existe desde hace siglos. Cuando el Estado decide no regular este mercado, deja la administración de este negocio en manos de grupos que están al margen de la ley", analizó Athos.
Estigmas
A pesar de haber disparado el número de personas detenidas por tráfico de drogas en Brasil, principalmente negros, la ley de drogas de 2006 no tuvo ningún efecto en restringir el consumo de sustancias ilícitas por parte de la población.
Según la Encuesta Nacional sobre Alcohol y Drogas realizada en 2012 por la Universidad Federal de São Paulo, el 6,8% de los brasileros ya había consumido marihuana al menos una vez en su vida. Cinco años después, la Fundación Oswaldo Cruz realizó un estudio similar y observó que el porcentaje de personas que habían consumido la hierba era del 7,7%.
Además de no reducir el consumo, la ley de drogas también arruinó la vida de muchos de los consumidores de drogas a los que pretendía proteger al teóricamente tratarlos con un enfoque de salud pública en lugar de uno policial.
Gente como Camila de Vale Rossatto. La policía acudió al departamento donde visitaba a su novio, en el centro de São Paulo, el 19 de agosto de 2020, luego de una denuncia por una pelea de pareja. Según el informe policial, ella estaba confundida y parecía estar bajo los efectos de drogas. En el lugar se incautaron 38 pequeñas bolsas de plástico con metanfetamina y 3 gramos de marihuana. Las evidencias parecían indicar que Rossatto tenía problemas con el abuso de drogas, pero la jueza Carla Kaari la hizo responder por tráfico de drogas.
Después de un mes en prisión, fue puesta en libertad condicional y empezó a esperar su juzgamiento. El impacto del arresto en Rossatto fue grande. “Era una persona que no estaba involucrada en crimen, ella era solo una usuaria de drogas, que terminó siendo detenida porque estaba involucrada con este novio. Después de salir de la cárcel, parecía asustada y aprensiva. Siempre me preguntaba, angustiada, si la iban a detener de nuevo”, dice su abogado, Vinícius Bento. Hace dos meses, el 20 de abril, se suicidó. Tenía 22 años.
Creada en nombre de la preservación de la familia brasilera, la ley de drogas produjo un proceso de encarcelamiento masivo que ha dejado profundas cicatrices en innumerables familias. Rosa Maria da Silva, de quien hablamos al inicio de esta nota, dice que, hoy, solo tiene contacto con su hijo menor que la acompañó en la cárcel. Los otros cuatro mayores la rechazan por ser ex convicta. Su pasado tras las rejas es también una de las razones que le impide conseguir un trabajo en su campo.
“Soy cocinera, pero solo puedo conseguir trabajos actualmente como limpiadora, jornalera o cuando consigo algo de ropa para lavar. Tengo que aceptar cualquier servicio que surja. Ya es difícil conseguir trabajo para quienes no tienen antecedentes, y para las personas con antecedentes sucios, es peor".