Jovenes trabajadoras en el tráfico

Un número significativo de mujeres jóvenes brasileñas pobres, entre los 16 y 22 años, han encontrado en el tráfico de drogas un medio para obtener ingresos, autonomía y poder. Muchas lo ven como una forma de superar la precariedad que las rodea, pero se enfrentan también a una distribución desigual de las tareas y a una exposición constante a riesgos. Esta realidad subraya una paradoja: las estructuras de tráfico de drogas se aprovechan de la vulnerabilidad social, económica y de género de Brasil para nutrir sus filas con mano de obra fácil y barata.

Fabíola Pérez Corrêa - Ponte Jornalismo

test

Paradojas

La guerra que aprisionó a los negros, las mujeres y los pobres

08 / Febrero / 2022

El pelo rizado y los ojos negros excitados al revelar cómo consiguió el trabajo en un punto de venta de drogas en São Paulo eran los únicos rasgos visibles en Ana Bianca* tras la máscara de protección contra el covid-19. La chica, que habla rápido, utiliza sus manos para explicar de forma más didáctica que en 2019 se escapó de casa y se fue a vivir a un lugar "arreglado" por un amigo del colegio, gerente de una biqueira (un punto de venta de droga). Incluso antes de abandonar el lugar donde vivía con su tía, su madre y su padrastro, la chica ya había pedido a Leandro que la dejara trabajar con él. "Me dijo 'no te metas en esta vida, no te va a llevar a ninguna parte' y le pregunté '¿puedo trabajar en la biqueira contigo?” Poco después de que la joven empezara a trabajar en el tráfico ilícito de drogas, su amigo fue detenido. En ese momento, el dueño de la biqueira, como se conoce a los puntos de venta de sustancias, le propuso a la chica que se hiciera cargo de la gestión del local. "Empecé a trabajar muy duro. Me gustaba porque estaba conquistando mi pequeña casa, ¿sabes? Me las arreglé para alquilar un pequeño lugar para mí. Compré un terreno en la comunidad y construí una casita. Lo tenía todo".

Al igual que Ana Bianca, las jóvenes Vanessa y Emily afirman haber experimentado en el tráfico de drogas todo lo que no pudieron vivir en su casa. "Empecé a conocer el mundo y lo quería todo. Cuando estás allí te sientes muy capacitada. Entonces piensas: quiero tener ese poder para mí", dice. Emily siguió los pasos de su padre y heredó los puntos de venta de droga que éste gestionaba cuando fue detenido. "Me gustaba estar al mando, me encantaba sentir que estaba a cargo de las cosas”, dice. No por casualidad, el trabajo ilícito en el tráfico de drogas representa para muchas mujeres jóvenes el deseo de liberarse, el logro de la dignidad en la construcción de dos vidas y la afirmación de la autonomía ante el mundo. Bajo la intensa rutina de los expendios de droga, las jóvenes realizan tareas con un alto grado de responsabilidad, comandan a pares masculinos que trabajan en el transporte de la droga, acumulan funciones, responden directamente a los miembros de las organizaciones criminales y se esfuerzan por alcanzar posiciones más destacadas en las jerarquías y expedientes del tráfico. Sin embargo, los entornos mayoritariamente masculinos les imponen la misma desigualdad sexual del trabajo presente en otras esferas sociales, la ruptura temprana con la infancia y el contacto cada vez más frecuente con la violencia policial.

Una encuesta realizada por el Centro Brasileño de Análisis y Planificación (Cebrap) en 2018 señaló el tráfico de drogas como una de las peores formas de trabajo infantil. El estudio, que analiza la inserción de los jóvenes en estas dinámicas, señala que, según el decreto número 3.597, publicado en 2000, que regula el Convenio 182 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la utilización, el reclutamiento y el suministro de adolescentes para actividades ilícitas, en particular el tráfico de drogas, es una de las peores formas de trabajo. Con esto, el informe señala que en Brasil existe una ambigüedad jurídico-normativa, ya que el Estatuto del Niño y del Adolescente (ECA) prevé la aplicación de medidas socioeducativas a los jóvenes sorprendidos por la policía en la producción o venta de drogas. "En la primera perspectiva, se destaca la categoría ‘infracción’, mientras que en la segunda, el trabajo infantil ocupa un papel central", explica el estudio. Pero para entender mejor estas perspectivas, es necesario observar los cambios legislativos relativos a los derechos de los niños y adolescentes en los últimos años.

Promulgado en 1990, el Estatuto representa un hito legislativo, dado que el debate sobre la violencia y la juventud ya no es llevado a cabo exclusivamente por juristas y médicos, sino que ahora es responsabilidad de toda la sociedad civil. Con la legislación, los adolescentes dejaron de estar enmarcados en la doctrina de la situación irregular y pasaron a ser objeto de una protección integral. Esto significa que los esfuerzos del poder público se volcarían en la defensa de los derechos de este grupo social a través de medidas protectoras y socioeducativas. Los primeros se refieren a la salud, la educación, la profesionalización, el ocio, entre otros aspectos. Las segundas, aplicadas a los adolescentes que han cometido infracciones, se ejecutan en medio abierto, generalmente con asociaciones entre instituciones públicas y organizaciones de la sociedad civil, o con la privación de libertad, ejecutada por instituciones públicas vinculadas al Poder Ejecutivo en los Estados.

Según el Estatuto, una infracción es la conducta de un niño o adolescente que puede calificarse de delito o falta. La aplicación de medidas socioeducativas y no de castigos está relacionada con la finalidad pedagógica y deriva del reconocimiento de la peculiar condición de desarrollo que atraviesa el adolescente. Sin embargo, a pesar de los importantes cambios consolidados a partir del Estatuto y de las luchas por la redemocratización, lo que se revela, en la práctica, es que las instituciones de privación de libertad adoptan prácticas similares a las de las unidades del sistema penitenciario. Según el estudio "Mapa del Encarcelamiento - Los Jóvenes de Brasil", publicado en 2015, las unidades socioeducativas encarcelan a un perfil específico de adolescentes. "A pesar de la existencia del ECA, existe una tendencia de recrudecimiento de las medidas punitivas sobre la población juvenil, en la misma línea que se produce actualmente con las políticas punitivas dirigidas a los adultos."

Según datos divulgados por el Sinase (Sistema Nacional de Asistencia Socioeducativa), actualmente hay 24.803 jóvenes entre 12 y 21 años cumpliendo medidas socioeducativas de internamiento, semi-libertad e internamiento provisional, y 1.306 en las modalidades que incluyen asistencia inicial, sanción de internamiento y medida de protección, totalizando 26.109 jóvenes en el sistema socioeducativo brasileño. De ellos, 25.063 son niños y 1.046 son niñas. Aunque las chicas representan el 4% del total, es importante observar los factores que relacionan el género con el castigo juvenil. Una de las justificaciones más frecuentes para la invisibilización de las niñas es la proporción relativamente baja de jóvenes privados de libertad en Brasil y en el mundo. São Paulo es el estado con mayor número de jóvenes en el sistema socioeducativo. Las cifras de la Fundación Casa, institución vinculada a la Secretaría de Estado de Justicia y Defensa de la Ciudadanía en la que los jóvenes cumplen medidas socioeducativas de privación de libertad y semi-libertad, muestran que en los últimos años -a raíz de lo que ocurre con las mujeres en el sistema penitenciario- la infracción análoga al tráfico de drogas es la que más da lugar a medidas socioeducativas de internamiento entre las jóvenes.

En 2019, el número de internaciones registradas por la institución fue de 3.082. De este total, el 50,9% de las chicas estaban privadas de libertad por tráfico de drogas. En los años siguientes, bajo el contexto de la pandemia del covid-19, se registraron 2.471 internamientos, de los cuales 1.238 por participación en el tráfico ilícito de drogas. En 2020, fueron 746 internamientos - de éstos un 50,6% fue por inserción en el tráfico hasta septiembre de 2021. Aunque los registros no muestran un aumento en el número de internamientos de niñas, apuntan a una alta permanencia de la privación de libertad de las jóvenes.

También llama la atención el perfil racial de las chicas que cumplen órdenes de detención por delitos similares al tráfico de drogas: en un total de 1.569 detenciones por participación en el tráfico de drogas en 2019, 985 eran chicas negras y mestizas, lo que corresponde al 62,7%. En 2020, el porcentaje de niñas negras y mestizas era del 63,1% y en 2021, del 66,7%.

Frases

El tráfico como resistencia

El andar lento, la espalda ligeramente arqueada y el cuerpo delgado y retraído dentro de la gran sudadera lila mostraban cierta timidez e incluso cierta incomodidad para que Vanessa, de 18 años, relatara aspectos de su trayectoria. La joven, que no estaba cerca de su padre, compartió pasajes de su infancia en voz baja. "Mi padre hizo mucho daño a mi madre emocionalmente. Fue algo que me afectó mucho porque le tenía mucho cariño", dice. "Cuando crecí, me di cuenta de que me trataba muy mal, que me insultaba y no me cuidaba". Para Vanessa, trabajar en el tráfico de drogas fue una forma de sobrellevar las condiciones precarias y los malos tratos sufridos en su infancia. "Cuando consumía drogas, olvidaba todo lo que había pasado. Olvidé las veces que me pegaron, lo olvidé todo", recuerda, y cuenta que hasta los cinco años fue golpeada por el director de la escuela a la que asistía sin que su madre se diera cuenta. Janaína, de 17 años, abusada sexualmente a los 11 por un vecino, también encontró, primero en el consumo y luego en el tráfico de drogas, formas de olvidar momentos de su infancia. "Todos los problemas que tuve en mi vida los saqué con las drogas", dice la joven, que también afirma que fue golpeada por su abuelo, que abusaba del alcohol.

La inserción en el universo de las drogas también está relacionada con el enfrentamiento de las opresiones de género impuestas por los miembros de la familia, en los centros de acogida o en las instituciones. Milena, de 15 años, con el pelo muy corto y los ojos claros, aparentaba masculinidad y se relacionaba con mujeres en las biqueiras. "Después del hecho que ocurrió con mi padre, empecé a ser así, la que soy ahora", dice la joven al referirse a la violación sufrida por su padre cuando tenía 10 años. La joven recuerda que su padre pasó años en la cárcel por tráfico de drogas y que su madre murió a los 32 años por una sobredosis. La menor de seis hermanos pasó al menos por dos refugios antes de pasar por las unidades de la Fundación Casa. Sin embargo, para ella no importaban las posiciones jerárquicas más altas en la estructura de las lojas, otro nombre que se le da a los expendios. Estar en el punto de venta de drogas representaba una forma de estar en contacto con sus hermanos, de mantener cierta libertad y, sobre todo, los vínculos que les fueron arrebatados desde la infancia. Con una trayectoria similar, David, un joven transexual que cumplió una orden de internamiento en una unidad de mujeres, recuerda haber huido de la casa de su abuela y de los centros de acogida por los que pasó varias veces.

Cuando dejó la casa de su abuela, David recuerda que recurrió a un amigo para empezar a trabajar en el tráfico de drogas. Sin embargo, antes de su primer día en la tienda, dice que pasó por una peluquería para afeitarse el pelo. "Me gustaba el tráfico, sentía una falta de aceptación. Quería tener poder sobre algo y eso me estaba afectando”. Para él, trabajar en la biqueira fue un medio encontrado para resistir las normas y disciplinas impuestas por su abuela: "Al principio, iba por el lujo, iba porque mi abuela me regalaba ropa de mujer y yo quería comprar ropa de hombre", dice. Al igual que Milena, David parece haber encontrado en la dinámica de las drogas un espacio en el que se sentía libre para interpretar su identidad. En general, la inserción de las niñas en las actividades de tráfico de drogas también puede considerarse una forma de subversión al control social que se ejerce sobre las mujeres. El dicho de que "el tráfico de drogas no es un lugar para las mujeres" es repetido constantemente a las chicas por sus compañeros en los puestos de venta de drogas. Ana Bianca dice que incluso fue cuestionada por sus colegas sobre su capacidad para traficar con drogas. Pero, a diferencia de los chicos con los que trabajaba en la biqueira, dice que nunca tuvo deudas cuando llegó la hora de "cerrar caja".

Estela, de 21 años, que vive en la zona este de São Paulo, dice que ha encontrado en el tráfico de drogas una forma de mantener a su madre y a sus hermanos. Pero, más que eso, vivir en la biqueira parecía ser un refugio para que la niña escapara de las peleas y amenazas que su padre hacía a su madre bajo el efecto del alcohol y las drogas. "Solía ver a mi padre coger el cuchillo y esconderlo bajo el colchón. Llegaba a casa borracho y rompía muchas cosas", recuerda. Dice que empezó a trabajar en el tráfico de drogas cuando tenía 16 años. "Empecé por el dinero. Mis hermanos tenían edad para trabajar, pero no querían saber de ello. Los chicos del expendio dijeron que ganaría mucho. Trabajé en dos períodos, por la mañana y por la tarde y noche. Y cuando lo necesitaba, también por la noche”. A pesar de cumplir con los deberes y los horarios según las normas establecidas por los dueños de la biqueira, Estela notó una diferencia en el trato que le daban a ella y a las compañeras con las que compartía el trabajo. "Tomé demasiados riesgos, no era el trabajo que hace un gerente. El otro gerente estaba descontrolado y ellos [los propietarios] me utilizaron para controlarlo", dice. Así, se observa que, además de cumplir con los deberes y seguir las normas con mayor asiduidad, las chicas se enfrentan a una mayor sobrecarga en el tráfico de drogas.

Frases

El inicio del "correr"

La relación entre las jóvenes y las drogas comienza, muchas veces, dentro del hogar, con configuraciones familiares marcadas por los conflictos. A los 11 años, Janaína dejó su estado natal, Bahía, y se trasladó a São Paulo para vivir con su madre. Cuando recuerda su infancia, la niña se muestra reticente. Tras unos minutos en silencio, dice que su abuelo la golpeaba, pues abusaba del alcohol. "Cuando no había bebida, se desquitaba conmigo, era una convivencia muy mala y eso lo llevo conmigo. A causa de las peleas, los vecinos solían llamar al Consejo de Tutela. La niña había perdido el contacto con su padre desde la infancia. "Ha estado en la cárcel desde que tenía seis años. La última vez que lo vi, le tomé la mano y le dije: papá, ¿prometes que saldrás de esta vida?” En São Paulo, la joven dice que probó la marihuana por primera vez en la escuela. Pero fue a los 11 años, tras ser víctima de abusos sexuales, cuando empezó a consumir cocaína. Finalmente, el consumo y el trabajo en el tráfico de drogas se intensificaron cuando Janaína se dio cuenta de que su madre era golpeada por su pareja.

La experiencia de Emily, de 17 años, en actividades ilícitas comenzó a los seis años, cuando practicaba pequeños hurtos junto con su hermano. La trayectoria de la joven está marcada, en cierta medida, por la vida delictiva de sus padres: su madre trabajaba en un club nocturno en el campo de São Paulo y fue detenida por solicitar chicas para la prostitución y su padre se dedica a la trata. "Mi padre es un corredor, ¿verdad? Trafica, siempre lo ha hecho. Siempre fui consciente de ello porque solíamos visitarlo en la cárcel”. Rafaela, de 21 años, dice que conoció las drogas a través de su familia. "Mi padre usaba delante de mí. Me enteré de lo que era la droga cuando la madre me dijo: 'sigues trayendo estas cosas a la casa' y él les dijo a sus amigos que tenía que quedarse con la droga”. El involucramiento en una actividad delictiva, según la investigación del Cebrap, afecta la calidad de los vínculos, acerca a los jóvenes a la violencia policial, a los centros de salud pública y de asistencia social, generando fisuras en las trayectorias familiares.

Aunque también se citan como factores de implicación en el tráfico de drogas, las relaciones afectivas son sólo la entrada al universo de las drogas. La búsqueda de la autonomía, la libertad y el poder son las principales motivaciones. Vanessa conoció el tráfico de drogas a través de su novio, pero fue la búsqueda de la gestión del punto de expendio lo que despertó su interés. "Cuando le veía haciendo los recuentos, dando órdenes, miraba y decía 'vaya, qué guay', quiero tener ese poder para mí”. La búsqueda económica es otro factor presente en la trayectoria de las chicas que trabajan en el tráfico. Rafaela dice con voz cabizbaja que "podría demostrar" que no fue ella quien cometió el acto por el que fue enviada a prisión. La chica es tajante cuando dice que nunca ha usado drogas para su propio consumo. Con su padre y su hermano en prisión, dice que trabajó en una pizzería y como repartidora de panfletos. La niña dice que su madre siempre se negaba a ayudarla con los gastos de la casa, pero sabía que la cantidad de 750 reales para pagar el alquiler era alta. "Unos amigos eran traficantes y se ofrecieron a ayudarme. Me dijeron que si traficaba ganaría 350 reales y ayudaría a mi madre. El primer día me arrestaron. Esa vida no era para mí.

Frases

"Quiero trabajar en el punto de venta"

Para algunas chicas, la inserción en el tráfico de drogas se produce dentro del hogar debido a la participación de los padres. En otros casos, las oportunidades de trabajar en el tráfico de drogas surgen a través del contacto con amigos que están activos en las biqueiras. "Siempre compraba en el mismo sitio y un día pensé 'creo que quiero empezar a vender'. Me acerqué a un amigo y le dije: "Quiero trabajar en la tienda, ¿es posible? Luego empecé a vender y a hacer muchos amigos". Los jóvenes, en general, se refieren a la actividad como una forma de trabajo. Esto se debe a que, además de ser el medio a través del cual obtienen ingresos, la dinámica del narcotráfico es similar a la organización de las empresas en São Paulo. "Estás en el negocio de vender algo. Es lo mismo que cuando estás en una farmacia o en una tienda, vendes un producto y te pagan. Tienes que darle el dinero al jefe y el dinero que se queda contigo", dice Larissa. Además, trabajar en el tráfico de drogas ofrece a las jóvenes la posibilidad de un rápido ascenso. La primera vez que vendió drogas, el objetivo de Ana Carolina era comprar un par de sandalias. "Fui, lo vendí y me gustó. Compré mis cosas y me fui de casa de mi madre", dice. "Es un trabajo sucio, pero el dinero llega igual y a veces incluso más".

Los salarios pagados a las jóvenes suelen variar según las normas establecidas en cada tienda. Las cantidades oscilan entre los 300 y los 1.500 reales diarios (entre los 55 y los 285 dolares); algunos reciben pagos semanales de hasta 3.500 reales o una media de 1.000 reales por transportar la droga en los viajes. Las horas de trabajo ilícito también varían. Algunas jóvenes trabajan en los tres turnos. Otros se toman un descanso para conciliarlo con sus obligaciones personales y escolares. Sin embargo, a medida que alcanzan puestos de mayor responsabilidad comienzan a abandonar las clases. Emily trabajaba en la biqueira de 7 de la tarde a 7 de la mañana y estudiaba por la tarde. "Llegaba a casa, dormía, me despertaba, comía, iba a la escuela hasta las 17.30 horas. Cuando me cambió la regla y me fui a estudiar por la mañana me quedé en la dirección. Entonces no tuve que quedarme todo el tiempo", dice. Rafaela, de 21 años, aprendió de su padre a ser una asidua trabajadora del tráfico de drogas. La chica trabajaba de 7 de la mañana a 7 de la tarde o de 7 de la tarde a 7 de la mañana. "He trabajado en los dos momentos e incluso en las noches de fiesta. Normalmente, iría a la casa del gerente y conseguiría las drogas. Cada día que me quedaba en la tienda, empecé a dejar de estudiar poco a poco, y lo siguiente que supe fue que estaba en la dirección. Fue genial, todo el mundo me conocía”.

Con las ganancias del tráfico, Rafaela pudo ayudar a su madre con los gastos. "Mi madre no tenía dinero para poner comida en casa. Era una época en la que podía comprar cosas caras, ayudar sin que ella se diera cuenta. Pude cuidar mejor de mis perros y gatos. No pensé que tendría un trabajo cuando tenía 14 años. Antes de vender drogas, Rafaela trabajaba vendiendo DVDs con su tío. Luego intentó ser monitora de transporte escolar, pero dos meses después de que descubrieran su edad la despidieron. "No podían contratar a un menor y yo necesitaba dinero para vivir". Además de la autonomía y los logros económicos, el trabajo en el narcotráfico ofrece a los chicos y chicas un espacio de pertenencia social. En los puntos de venta de drogas, las jóvenes encuentran reciprocidad y una protección colectiva que difícilmente encontrarían en otros entornos. Milena, que pasó su infancia trasladada de un albergue a otro, buscó en las tiendas una forma de socializar con sus hermanos y de representar la masculinidad. En estos lugares, ocupados en su mayoría por hombres, la joven se sentía libre para relacionarse con otras mujeres. "Nos ven con el pelo cortado y ya se imaginan el lado masculino. Me sentía más respetada porque sólo los chicos trabajaban conmigo. No me gustaba estar rodeada de chicas, me gustaba salir con chicos", dice. Declaraciones como éstas, repetidas por otras jóvenes trabajadoras del narcotráfico, demuestran la lógica de la heteronormatividad en las facciones de la droga.

Frases

"Es la ley del Comando sí o sí"

"Sabes que todas las biqueiras de São Paulo son del Comando, ¿verdad?", pregunta Ana Bianca como si esperara una confirmación obvia. Investigadores como la socióloga y profesora de la Universidad Federal del ABC, Camila Nunes Dias, y el profesor de sociología de la Universidad Federal de São Carlos, Gabriel Feltran, explican que además de reconfigurar la dinámica criminal, el PCC –o Primer Comando de la Capital- ha pasado a controlar las favelas a las que suministra droga, así como a la población de estas regiones, que puede o no formar parte de esta rutina. En 2003, con la expulsión de los líderes Geléião y Cesinha, una reorganización del PCC trajo un nuevo liderazgo e impuso una nueva forma de control en las zonas bajo el dominio de la organización, lo que, según Dias, permitió una expansión geográfica, económica y política. En el transcurso de estos cambios, cada vez más adolescentes empezaron a servir de mano de obra fácil y barata para trabajar en los puntos de venta de drogas. El contacto entre las chicas que trabajan en el narcotráfico y los ‘hermanos’, como se denomina a los miembros de la facción, se produce de tres maneras: algunos son padres bautizados que están afiliados al PCC, otros son propietarios de biqueiras que son amigos o conocidos de las chicas, o incluso novios. En general, la gran mayoría de los jóvenes conoce las normas de la organización en cuanto a la conveniencia del tráfico. Una de las normas más extendidas en las biqueiras es la prohibición del uso de drogas en el trabajo. "La ley de la Comandancia no lo permite", dice Ana Bianca.

El consumo por parte de los jóvenes puede perturbar el buen funcionamiento del expendio e incluso generar pérdidas en las ventas. Disciplinada, Ana Bianca dice que el consumo libre se daba sólo los fines de semana. "No podía esnifar, sólo fumar marihuana. Trabajaba durante la semana y cuando llegaba el fin de semana me tomaba una bala y me quedaba suave", dice. Sin embargo, muchos adolescentes son incapaces de detener o controlar su consumo y acaban sufriendo represalias por ello. "Algunos esnifan el polvo que tienen y el de la tienda también, lo que significa desfalco. Entonces tienen que conseguir dinero a tiempo o trabajar gratis durante los siguientes días", dice Rafaela. "Un amigo que trabajaba en la tienda solía usar la suya y una buena parte de las drogas del propietario. Una vez, los chicos no quisieron darle tiempo para pagar y le golpearon con un palo. He visto morir a muchos chicos de la favela por esta causa. En el crimen, no se puede fallar”. Esta nueva dinámica delictiva se hizo más frecuente a partir de 2006, cuando se redujo el número de rebeliones y homicidios en el sistema penitenciario y surgieron métodos de ejecución más racionales para casos concretos. Para garantizar el control del cumplimiento de las normas, la facción creó los llamados ‘tribunales’, mecanismos para resolver conflictos y definir los castigos para los infractores de las normas. A través de estas actividades, comúnmente denominadas por los jóvenes como ‘debates’ o ‘ideas’, la mayoría de los adolescentes aprenden las reglas y la disciplina de la organización criminal.

Muchas jóvenes participan en los 'debates' invitadas por los compañeros de la biqueira o los socios. Pero la mayoría de los asistentes rechazan la violencia utilizada por la organización. Emily relata conmocionada una de las represalias aplicadas: "Hubo un tiempo en que un chico fue a repartir para nosotros, tenía 13 años, repartió muy bien, pero se gastó toda su ganancia. Los niños se lo contaron a los ‘hermanos’ y le cortaron todos los deditos. Me quedé horrorizada, incrédula, porque quiérase o no es un niño", dice. Esa práctica es la principal razón por la que las jóvenes dicen que no quieren formar parte de la organización de la droga. Además del uso de la violencia, motivos como el pago de las cuotas mensuales y la comprensión de los miembros como "delincuentes" también figuran entre las razones aducidas por los adolescentes. "Cada vez que tenía un cargo en las ideas del Comando, nunca me gustó involucrarme en las cosas más profundas. Para mí, era conseguir las drogas, comprarlas, venderlas, mi turno terminaba y eso era todo", dijo David.

El estrecho contacto con las normas del PCC hace que las jóvenes estén aún más expuestas al acoso policial. Las chicas que trabajan en el tráfico de drogas desempeñan funciones cada vez más arriesgadas en busca de reconocimiento en el mundo del crimen, lo que hace que la experiencia social con figuras consideradas como "bandidos" tenga cierto impacto en la forma en que se presentan. A pesar de ello, es importante destacar que entre las jóvenes que trabajan en los puntos de venta aún persiste la idea de que "el narcotráfico no es un lugar para las mujeres". Esto ocurre porque los espacios de la criminalidad reproducen el machismo presente en otras esferas de la sociedad y la división sexual del trabajo, que asigna ciertas tareas a las chicas, hace que no se vean como protagonistas -aunque, en la práctica, realicen funciones de alto riesgo-.

Frases

A mayor actividad, más expuestas

Uno de los principales aspectos que caracterizan la participación de las chicas en el tráfico de drogas es el reparto del trabajo ilícito. En otras esferas sociales, esta división asigna a las mujeres a la esfera doméstica y reproductiva y a los hombres a la pública y productiva. Esta división, que también es evidente en el mundo del crimen, dificulta el protagonismo de las mujeres y, simultáneamente, las coloca en posiciones de mayor exposición a los planteamientos policiales. Gran parte de las chicas que trabajan en el narcotráfico acumulan funciones de ‘vapor’ [transporte], ‘abastece’ [suministro], vigilancia de ‘casas-bomba’ o propiedades en las que se guardan grandes cantidades de droga para ser comercializadas, y gestión de los puntos para luego llegar a la gerencia. "Si la mujer tiene un hijo, acaba teniendo mucha responsabilidad porque el tráfico no cesa. Tiene que ocuparse de la casa, de todas esas cosas. Los hombres, en cambio, no lo hacen, sólo se centran en el tráfico", dijo Vanessa. Extremadamente dedicada a las funciones que se le asignan en el tráfico de drogas, Larissa, de 17 años, dice que hizo todo lo posible para conciliar tareas como el cuidado de la casa y la venta de drogas. "Me levantaba a las 11 o 12 de la mañana, me duchaba, me preparaba y bajaba a la biqueira. Volvía sobre las 6 de la tarde, me duchaba, me preparaba, volvía a bajar y me quedaba despierta toda la noche. Fue una gran locura para una sola persona.”

Para explicar sus funciones en la tienda, Ana Carolina habla con calma y serenidad. "Iba en autobús o en coche, toda vestida para que no sospecharan de mí. Yo iría con un hermoso bolso con drogas. Nunca me han abordado haciendo esto", dice la chica, contando cómo transportaba la droga entre ciudades del interior de São Paulo. La joven también se ocupó de un cuartel general o ‘casa-bomba’, donde se almacena la droga. "Pusieron más mujeres que hombres porque estaba situado en un barrio más elegante. Así, una chica bien vestida, una mujer elegante, hace que la policía no se dé cuenta de que la mujer guarda drogas allí. Pero si un hombre tatuado entra en una casa, se darán cuenta", dice. Esta distribución de tareas muestra que las chicas suelen ser asignadas a funciones que requieren el estereotipo físico de belleza atribuido al género femenino y, por tanto, están más expuestas a situaciones de riesgo. "Antes me gustaba quedarme dentro empacando porque creo que es más seguro, pero el crimen es más fuerte", reconoce Ana Carolina.

En consecuencia, en la medida en que asumen funciones de riesgo, son más a menudo abordadas por la policía y más sujetas a juicios morales, violencia psicológica y física. Las chicas escuchan a menudo de los agentes de seguridad que no deben actuar en la delincuencia porque son mujeres y de sus colegas de los expendios que pasan desapercibidas para la policía. Detenida en mayo de 2020 por primera vez, Ana Bianca fue acusada por el agente de policía de haber asumido la culpa de su novio. "Me dijo: deja de ser idiota, eres una chica guapa, estás asumiendo el crimen de tu novio". En otro acercamiento, el mismo policía le dijo al compañero de la joven: "cuida a tu novia porque la primera vez se hizo cargo de su crimen, pero esta vez la vamos a matar". Vanessa también fue interrogada por los agentes de policía para saber por qué se dedicaba al tráfico de drogas. "El delegado me decía 'eres una chica guapa, tienes estudios, un curso, una buena familia, ¿por qué has hecho esto?" Otra impresión que se desprende es la idea de que las chicas sufren abordajes menos truculentos por ser mujeres.

La percepción sigue formando parte del imaginario de los niños y niñas debido a un pensamiento que cobró fuerza durante décadas de que las mujeres no tenían una predisposición a la criminalidad. Estela recuerda que cuando la detuvieron le interrumpieron el almuerzo con una ametralladora en la espalda. "'Levanta la rubia', dijeron con la pistola detrás de mí", dice. David, por su parte, siempre huía de la policía. El chico dice que incluso estuvo repartiendo desde una silla de ruedas después de ser disparado por un policía. En el momento de su comparecencia ante los jueces, el joven afirmó que los agentes de seguridad dijeron que le habían encontrado drogas durante su aproximación. Según su versión, la droga pertenecía a jóvenes de su barrio. "Crearon una situación, como si yo hubiera inventado una historia. En eso, el juez dijo que no había nada que hacer, que era un internamiento indefinido". Además de la violencia en los abordajes, no es raro que las jóvenes sean secuestradas por unas horas y sólo sean devueltas tras el pago de grandes sumas de dinero. Llevada por hombres encapuchados en un coche, Rafaela recuerda que la metieron en una habitación con ordenadores con una bolsa en la cabeza. "Han saqueado una conversación mía con el gerente de la tienda. Tenía que darles 12.000 reales o no me dejarían ir. Nos pillan aunque sepan que no tenemos una mierda”.

Frases

"Y entonces caí"

El castigo deja innumerables marcas en la vida de las jóvenes. No es de extrañar que, incluso para las niñas que abandonaron los centros de detención hace tiempo, el momento en que son llevadas a la comisaría sea el que más recuerdan. Si en los abordajes por parte de la Policía Militar las chicas sufren amenazas, palizas, secuestros e incluso amenazas de muerte, en el encuentro con la Policía Civil se enfrentan a una nueva ruptura de los lazos familiares. Muchas niñas abordadas por la policía en pueblos del interior son llevadas a unidades de la capital, lo que conlleva un proceso aún más traumático debido a la distancia de sus pueblos de origen. "Llegué muy nerviosa, pero pasaron unos días, estuve hablando con una persona, con otra, y cuando ves, estás bien", dice Vanessa, que insiste en arreglarse las gafas, que se le escapan mientras habla. Las normas establecidas en la Fundação Casa contribuyen, dice, a "aniquilar la individualidad". Al llegar a las unidades, las chicas dejan atrás la cultura, los hábitos, la personalidad, la vivacidad y el sentido de liderazgo que las motivaron a entrar en el tráfico de drogas.

En las unidades les espera un conjunto de normas, mecanismos de disciplina y control, y castigos. Además de los horarios rígidos establecidos para las actividades que van desde la mañana hasta la noche, las jóvenes se enfrentan al aislamiento de sus familias. "Me tomé siete meses de descanso. Mi mundo se vino abajo. Me detuvieron en diciembre de 2016 y en febrero iba a cumplir 18 años, todo el mundo espera esa fecha. Pasé allí las Navidades y el Año Nuevo y aún iba a pasar mi cumpleaños, el de mi madre. Había mucha opresión", dice Estela. Otro punto importante es la ruptura con el trabajo en el tráfico de drogas y el inicio de cursos de formación profesional. Las actividades señaladas por algunas jóvenes, aunque son diferentes a las ofrecidas en años anteriores, que se dirigían a las mujeres en el ámbito privado, acaban dirigiendo a las chicas a sectores del comercio y los servicios en trabajos que suelen ser precarios. Con ello, cuando salgan de las unidades, volverán a estar sometidos a contextos precarios similares a los que les hicieron seguir el camino del tráfico.

A pesar de estar inmersas en contextos de intensa opresión, las chicas relatan algunas formas de resistir a la rutina del encierro, entre ellas, la performatividad de género, la interacción social con otras jóvenes, las visitas familiares y nuevos comportamientos en el transcurso del internamiento. "Me sumergí en los libros, leyendo y estudiando. Me gusta leer un poco de todo, pero hay un libro que se llama 'La guerra no declarada en la visión de un favelado' [escrito por el rapero y compositor Carlos Eduardo Taddeo]. Me gustan los libros así, que hablan de la propia sociedad, de la vida en la comunidad, de los políticos corruptos", dice Emily. Las expresiones, los discursos y los actos de Milena, una joven lesbiana que interpreta la masculinidad, y de David, un joven transexual, son en sí mismos formas de resistencia a un espacio constituido por diversos símbolos estereotipados de lo femenino. Luísa, una ex reclusa del sistema de detención de menores, cuenta que durante la detención, las chicas creaban formas de comunicarse entre sí, como cartas y notas, y así consiguen mantener una relación sin la intermediación de directores y empleados. Sin embargo, la principal forma de sobrellevar su tiempo de detención es a través del recuerdo de sus familiares. Incluso aquellos que habían abandonado sus hogares encontraron en el bono una forma de hacer menos perversa la hospitalización. "Mi madre siempre decía: 'si vas a la cárcel, no esperes una visita mía'. Pero hace poco mi fe se vio muy sacudida y ella me enseñó a tener fe desde muy joven. Sólo pensaba en ella, en ser fuerte", recuerda Rafaela.

A Karina, una joven que salió de una de las unidades de detención de São Paulo, no le gusta recordar, ni hablar de este periodo. La resistencia a hablar de la experiencia se repite entre otras chicas privadas de libertad. El intento es, en realidad, una forma de olvidar lo ocurrido. Muchas jóvenes castigadas por el Estado prefieren hablar, por ejemplo, de la vuelta a los estudios o al mercado laboral. Este es uno de los temas elegidos por el sistema socioeducativo y penitenciario para medir el grado de "resocialización" de una persona que ha salido de estos espacios. En el caso de las niñas, el carácter moralizador del encarcelamiento opera para orientarlas hacia el matrimonio o la maternidad, como lugares de domesticidad. Después de pasar por la cárcel, estas jóvenes -que buscaban la libertad en el tráfico, la confrontación con la precariedad, el poder y la autonomía- parecen ver aniquilados sus deseos una vez más. David resume el sentimiento de muchos jóvenes que han pasado por las unidades de internamiento de menores: "Cuando eliges el delito, te pega la vida, porque queriéndolo o no, no hay un padre y una madre que te digan 'te perdono'. Allí, si cometes un error, serás golpeado, humillado y maldecido. La policía te llamará basura, la sociedad te mirará y dirá 'este no es bueno', pero en realidad no saben por qué estamos ahí.”

Frases

Entre bastidores del reportaje

Este reportaje se basó en la tesis de maestría "Quisiera trabajar en un expendio, ¿tiene cómo? - Las relaciones y percepciones de las chicas que cumplieron órdenes de detención sobre la dinámica del tráfico de drogas en São Paulo". El trabajo de investigación se llevó a cabo entre los años 2019 y 2021 por el Programa de Postgrado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Federal de ABC. Para el estudio, además de la lectura de autores que han abordado los temas de tráfico de drogas, dinámica criminal, género y juventud, se realizaron entrevistas con los fiscales de justicia infantil y juvenil de la ciudad de São Paulo y el Departamento de Ejecución Infantil y Juvenil (Deij) de São Paulo, cuyas funciones, en ese momento, eran visitar las unidades del sistema socioeducativo en el estado. También se entrevistó a la presidenta del Instituto Mundo Aflora, Andrea Broglia Mendes, con el objetivo de conocer los proyectos para niñas desarrollados en colaboración con la Fundação Casa.

También se realizaron 16 entrevistas a niñas que habían cumplido medidas socioeducativas de internamiento en unidades de privación de libertad en São Paulo. De ellas, seis fueron con jóvenes mayores de 18 años que habían salido de las unidades y estaban libres en el momento de la entrevista y otras diez con chicas de entre 16 y 18 años en dos unidades de la Fundação Casa de São Paulo, con la autorización de la institución. En el primer grupo de entrevistas, de jóvenes en libertad, se pudo observar cómo las chicas intentan eliminar de sus trayectorias las marcas del internamiento y del trabajo en el tráfico de drogas. En las conversaciones, destacaron aspectos del presente, como el trabajo y las nuevas configuraciones familiares. Al cabo de un tiempo, relataban su experiencia en la venta de drogas, normalmente precedida por la dramática historia de ser detenidas y llevadas a las comisarías. Además del trabajo rutinario en el tráfico de drogas y los acercamientos con la policía, las chicas mencionaron de forma cautelosa el contacto con el PCC. La mayoría de las chicas en libertad prefirieron no detallar su relación con el Comando, limitándose a decir que los miembros de la facción eran los dueños de las biqueiras.

En cuanto a las chicas que aún cumplían órdenes de internamiento de menores, las entrevistas se realizaron en las dependencias, siguiendo los protocolos de distanciamiento y protección establecidos con motivo de la pandemia del covid-19. La mayoría de las chicas eran habladoras y comunicativas, solo una o dos se mostraban más cerradas durante la conversación. La predisposición de este grupo de entrevistadas llamó la atención en relación con el primer grupo. Se cree que esto ocurre porque están sometidas a una vida cotidiana marcada por un conjunto de normas rígidas y mecanismos punitivos. Ana Bianca tenía los ojos brillantes y se esforzó por explicar cada detalle de su trayectoria. Janaína estaba inquieta y sus piernas no dejaban de temblar mientras hablaba. Seguras, Emily y Larissa relataron con precisión cada una de sus acciones en el tráfico de drogas, en el hogar y en los centros de detención. David contó su historia no sólo a través del discurso, sino también a través de los gestos, las actuaciones y los tonos que utilizó para imprimir su personalidad a la historia. Discretas, Milena y Vanessa hablaron en silencio. Las pausas, las interrupciones y las miradas desviadas demostraron las dificultades a las que se enfrentaron en la infancia. Ana Carolina contó con implicación y entusiasmo las rutas que hacía entre ciudades de São Paulo para transportar la droga. Rafaela y Bruna dejaban que el tono resignado de sus voces mostrara la precariedad a la que se enfrentan en sus historias.

Los momentos de mayor tensión en las entrevistas, sin duda, son las denuncias de violaciones y violencia sexual contra las niñas. Siete mujeres jóvenes afirmaron haber sufrido abusos sexuales y violencia en la infancia. Además, 14 entrevistadas declararon haber sufrido conflictos familiares, desde agresiones por parte de los padres que abusaban del alcohol o las drogas, hasta intentos de feminicidio. Esta conjunción indica algunos de los factores que llevan a las jóvenes a buscar formas de resistir la opresión y la precariedad que sufren dentro y fuera del hogar. Al mismo tiempo, este camino ha hecho que las niñas sufran una ruptura brusca con su infancia, lo que queda explícito en muchos testimonios, como el de Eduarda, de 18 años. "Tenía 10 años cuando conocí esta vida de robo, consumo de drogas y tráfico. Fue un mundo en el que entré que es totalmente diferente a cuando eres un niño, que disfrutas, juegas, distraes tu mente. Cuando llegas a ese lado es totalmente diferente, la forma de pensar, actuar y hablar. Después de eso, ya perdí mi infancia", dice.

Frases

* Los nombres de las entrevistas para el reportaje fueron cambiados para preservar la identidad y la seguridad de las jóvenes.

Una Guerra Adictiva es un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo sobre las paradojas que han dejado 50 años de política de drogas en América Latina, del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Dromómanos, Ponte Jornalismo (Brasil), Cerosetenta y Verdad Abierta (Colombia), El Faro (El Salvador), El Universal y Quinto Elemento Lab (México), IDL-Reporteros (Perú), Miami Herald / El Nuevo Herald (Estados Unidos) y Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP).

Trabalhadoras do tráfico

Um número significativo de jovens brasileiras pobres, entre 16 e 22 anos, encontraram no tráfico de drogas um meio de obter renda, autonomia e poder. Para muitas, é uma forma de superar a precariedade que as rodeia, mas também encaram uma repartição desigual de tarefas e são constantemente expostas a riscos. Essa realidade revela um paradoxo: como as estruturas do narcotráfico se aproveitam da vulnerabilidade social, econômica e de gênero do Brasil para preencher suas fileiras com mão de obra fácil e barata.

Fabíola Pérez Corrêa - Ponte Jornalismo

test

Paradojas

A guerra que aprisionou negros e pobres

08 / Febrero / 2022

O cabelo cacheado e os olhos pretos entusiasmados ao revelar como conseguiu o trabalho em um ponto de comércio de drogas em São Paulo eram as únicas características visíveis em Ana Bianca* por trás da máscara de proteção contra a covid-19. A menina de fala acelerada usa as mãos para explicar mais didaticamente que em 2019 fugiu de casa e foi morar em um lugar “arrumado” por um amigo da escola, gerente de uma biqueira. Mesmo antes de deixar o local em que vivia com a tia, a mãe e o padrasto, a menina já havia pedido a Leandro que a deixasse trabalhar com ele. “Ele falava ‘não se envolve nessa vida, não vai te levar a lugar nenhum’ e eu pedia ‘deixa eu trampar na biqueira com você?’ Quando eu saí de casa, ele me deixou trampar.” Pouco depois que a jovem começou a trabalhar no comércio ilícito de drogas, o amigo foi preso. Nesse momento, o dono da biqueira, como são conhecidos os pontos de venda das substâncias, propôs à menina que assumisse a gerência do local. “Comecei a trabalhar muitão. Eu gostava porque estava conquistando minha casinha, sabe? Consegui alugar um cantinho pra mim. Comprei um terreninho lá na comunidade e levantei uma casinha. Eu tinha de tudo.”

Assim como Ana Bianca, as jovens Vanessa e Emily relatam terem experimentado no tráfico tudo aquilo que não puderam vivenciar dentro de casa. “Comecei a conhecer o mundo e queria de tudo. Quando você está lá se sente com muito poder. Aí você pensa: quero ter esse poder pra mim”, afirma. Emily seguiu os passos do pai e herdou os pontos de comércio de drogas gerenciados por ele quando foi preso. “Eu gostava de mandar, adorava sentir que eu comandava as coisas.” Não à toa, o trabalho ilícito no tráfico representa para jovens o desejo de serem libertas, da conquista da dignidade na construção de duas vidas e da afirmação da autonomia diante do mundo. Sob a intensa rotina das biqueiras, meninas exercem tarefas de elevado grau de responsabilidade, comandam pares masculinos que atuam no transporte das drogas, acumulam funções, respondem diretamente a membros de organizações criminosas e se desdobram para alcançar posições de mais destaque nas hierarquias e expedientes do tráfico. Entretanto, os ambientes majoritariamente dominados por homens as impõem a mesma desigualdade sexual do trabalho presente em outras esferas sociais, a ruptura precoce com a infância e o contato cada vez mais frequente com a violência policial.

Uma pesquisa realizada pelo Centro Brasileiro de Análise e Planejamento (Cebrap), em 2018, apontou o tráfico de drogas como uma das piores formas de trabalho infantil. O estudo, que analisa a inserção de jovens nessas dinâmicas, afirma que, de acordo com o decreto número 3.597, publicado em 2000, que regulamenta a Convenção 182 da Organização Internacional do Trabalho (OIT), a utilização, o recrutamento e a oferta de adolescentes para atividades ilícitas, particularmente o tráfico de drogas, é uma das piores formas de trabalho. Com isso, o relatório aponta que no Brasil há uma ambiguidade jurídica-normativa, já que, o Estatuto da Criança e do Adolescente (ECA) prevê a aplicação de medidas socioeducativas ao jovem que for pego pela polícia na produção ou venda de drogas. “Na primeira perspectiva, a categoria ‘ato infracional’ é enfatizada, enquanto na segunda, o trabalho infantil ocupa papel central”, detalha o estudo. Mas, para compreender melhor essas perspectivas, é necessário observar as mudanças legislativas no que se refere ao direito de crianças e adolescentes nos últimos anos.

Promulgado em 1990, o ECA representa um marco legislativo, uma vez que, no Estatuto o debate sobre violência e juventude deixa de ser realizado exclusivamente por juristas e médicos para se tornar responsabilidade de toda a sociedade civil. Com a legislação, os adolescentes deixaram de ser enquadrados na doutrina da situação irregular e passaram a ser submetidos à proteção integral. Isso significa dizer que os esforços do poder público passariam a se voltar à defesa dos direitos dessa parcela social por meio de medidas protetivas e socioeducativas. As primeiras se referem à saúde, educação, profissionalização, lazer, entre outros aspectos. As segundas, aplicadas a adolescentes autores de ato infracional, são executadas em meio aberto, geralmente com parcerias entre instituições do poder público e organizações da sociedade civil, ou com a privação de liberdade, executadas por instituições públicas ligadas ao poder Executivo nos Estados.

Segundo o ECA, o ato infracional é a conduta da criança e do adolescente que pode ser descrita como crime ou contravenção penal. A aplicação de medidas socioeducativa e não de penas está relacionada com a finalidade pedagógica e decorre do reconhecimento da condição peculiar de desenvolvimento pela qual passa o adolescente. Contudo, apesar das importantes mudanças consolidadas a partir do ECA e pelas lutas pela redemocratização, o que se revela, na prática, é que as instituições de privação de liberdade adotam práticas semelhantes às das unidades do sistema prisional. Segundo o estudo “Mapa do Encarceramento - Os Jovens do Brasil”, publicado em 2015, as unidades socioeducativas encarceram um perfil específico de adolescentes. “Apesar da existência do ECA, há uma tendência de recrudescimento das medidas punitivas sobre a população juvenil, nos mesmos moldes que ocorre atualmente com as políticas punitivas dirigidas aos adultos.”

De acordo com dados divulgados pelo Levantamento Anual do Sinase (Sistema Nacional de Atendimento Socioeducativo), existem atualmente 24.803 jovens entre 12 e 21 anos cumprindo medidas socioeducativas de internação, regime de semiliberdade e internação provisória e 1.306 nas modalidades que incluem atendimento inicial, internação sanção e medida protetiva, totalizando 26.109 jovens no sistema socioeducativo brasileiro. Destes, 25.063 são meninos e 1.046, meninas. Embora as jovens representem 4% do total, é importante observar os fatores que relacionam o gênero à punição juvenil. Uma das justificativas mais frequentes para a invisibilização das meninas é a proporção relativamente baixa de jovens privadas de liberdade no Brasil e no mundo. São Paulo é o estado que concentra a maior quantidade de jovens no sistema socioeducativo. Números da Fundação Casa, instituição vinculada à Secretaria de Estado da Justiça e da Defesa da Cidadania em que jovens cumprem medidas socioeducativas de privação de liberdade e semiliberdade, mostram que nos últimos anos – na esteira do que ocorre com as mulheres no sistema prisional – o ato infracional análogo ao tráfico de drogas é o que mais origina medidas socioeducativas de internação entre as meninas.

Em 2019, o número de internações registradas pela instituição foi de 3.082. Deste total, foram privadas de liberdade por tráfico de drogas 50,9% das meninas. Nos anos seguintes, sob o contexto da pandemia de covid-19, foram registradas 2.471 internações, das quais 1.238 por participação no comércio ilícito de drogas, em 2020, 746 internações – destas, 50,6% por inserção no tráfico até setembro de 2021. Embora os registros não demonstrem um crescimento no número de internações de meninas, apontam para uma elevada permanência da privação de liberdade para as jovens. O perfil racial das jovens que cumprem medidas de internação por ato infracional análogo ao tráfico de drogas também chama a atenção: em um total de 1.569 internações pela inserção no tráfico em 2019, 985 foram meninas pretas e pardas – o que corresponde a 62,7%. Em 2020, o percentual de meninas pretas e pardas foi de 63,1% e em 2021, de 66,7%.

Frases

Tráfico como resistência

O caminhar lento, as costas levemente arqueadas e o corpo magro e retraído no interior do moletom lilás largo demonstravam alguma timidez e até certo desconforto de Vanessa, de 18 anos, para relatar aspectos de sua trajetória. A menina, que não tinha proximidade com o pai, compartilhava passagens de sua infância com a voz baixa. “Meu pai fazia muito mal para minha mãe emocionalmente. Foi uma coisa que me afetou muito porque eu tinha um carinho muito grande por ele”, diz. “Conforme fui crescendo, percebi que ele me tratava muito mal, que ele me xingava e não cuidava de mim.” Para Vanessa, o trabalho no tráfico era uma forma de enfrentar as condições precárias e os maus tratos sofridos na infância. “Quando eu usava drogas, esquecia de tudo que já tinha passado. Esquecia das vezes que eu apanhava, esquecia de tudo”, recorda ao dizer que até os 5 anos foi agredida pela diretora da escola que frequentou sem a mãe perceber. Janaína, de 17 anos, abusada sexualmente aos 11 por um vizinho, também encontrou, primeiro no consumo, depois no comércio de drogas, formas de esquecer momentos da infância. “Todos os problemas que eu tinha na minha vida eu descontava na droga”, afirma a jovem que também afirma ter sido agredida pelo avô que fazia uso abusivo do álcool.

A inserção no universo das drogas também está relacionada ao enfrentamento das opressões de gênero impostas por familiares, em abrigos ou instituições. Milena, de 15 anos, cabelos bem curtos e olhos claros, performava masculinidade e se relacionava com mulheres nas biqueiras. “Depois do fato que aconteceu com meu pai, comecei a ser assim, quem sou agora”, afirma a jovem ao se referir ao estupro sofrido pelo pai quando tinha 10 anos. A jovem lembra que o pai ficou anos preso por tráfico de drogas e a mãe morreu aos 32 anos por overdose. A caçula entre seis irmãos passou por pelo menos dois abrigos antes de passar pelas unidades da Fundação Casa. Para ela, porém, não interessavam as posições hierárquicas superiores na estrutura das lojas, outro nome dado às biqueiras. Estar no ponto de venda de drogas representava uma forma de estar em contato com os irmãos, de manter alguma liberdade e, sobretudo, os vínculos que lhes foram tirados desde a infância. Com uma trajetória semelhante, David, jovem transgênero que cumpriu medida de internação em uma unidade feminina, lembra ter fugido da casa da avó e dos abrigos pelos quais passou diversas vezes.

Ao deixar a casa da avó, David se lembra que recorreu a um amigo para começar a trabalhar no tráfico. Antes do primeiro dia na loja, porém, ele conta que passou em um cabelereiro para raspar o cabelo. “Eu gostava de traficar, sentia falta de aceitação. Queria ter poder sobre alguma coisa e aquilo foi mexendo comigo.” Para ele, trabalhar na biqueira foi um meio encontrado para resistir às normas e disciplinas impostas pela avó. “No começo, eu fui por luxo, fui porque minha avó me dava roupas de mulher e eu queria comprar roupas de homem”, afirma. Assim como Milena, David parece ter encontrado nas dinâmicas das drogas um espaço em que se sentia livre para performar sua identidade. De forma geral, a inserção das meninas nas atividades do tráfico pode ser considerada ainda uma forma de subversão ao controle social exercido sobre as mulheres. A fala de que “tráfico não é um lugar para mulheres” é constantemente repetida às jovens por seus parceiros nas biqueiras. Ana Bianca conta que chegou a ser questionada pelos colegas sobre sua capacidade de traficar. Mas, ao contrário dos meninos com quem trabalhava na biqueira, diz que nunca ficou devendo na hora de “fechar o caixa da loja”.

Moradora da zona leste de São Paulo, Estela, 21 anos, diz ter encontrado no trabalho do tráfico um meio de sustentar a mãe e os irmãos. Mas, mais do que isso, o convívio na biqueira parecia ser um refúgio da menina para escapar das brigas e ameaças que o pai fazia a mãe sob o efeito do álcool e das drogas. “Eu via muito a cena do meu pai pegar a faca e ela ficar escondida embaixo do colchão. Ele chegava bêbado em casa, quebrava bastante coisa”, lembra. Nos expedientes do tráfico, ela conta que começou com 16 anos. “Comecei por causa do dinheiro. Meus irmãos tinham idade pra trabalhar, mas não queriam saber. Os caras da loja falavam que eu ia ganhar muito. Eu fazia dois períodos, de manhã e da tarde para a noite. E quando precisava, a noite também.” Apesar de cumprir funções e horários de acordo com as regras previstas pelos donos da biqueira, Estela percebia diferença no tratamento dado a ela e os parceiros com quem dividia o trabalho. “Eu me arriscava demais, não era um trabalho que gerente faz. O outro gerente era descontrolado e eles [donos] me usaram pra controlar ele”, diz. Assim, é possível observar que, além de desempenhar funções e cumprir regras com mais assiduidade, meninas enfrentam maior sobrecarga no comércio de drogas.

Frases

O início no corre

A relação das jovens com as drogas começa, muitas vezes, dentro de casa a partir de configurações familiares marcadas por conflitos. Aos 11 anos, Janaína deixou seu estado de origem, a Bahia, e se mudou para São Paulo para viver ao lado da mãe. Ao se lembrar da infância, a menina é reticente. Depois de alguns minutos em silêncio, ela diz que costumava apanhar do avô, que fazia uso abusivo de álcool. “Quando não tinha bebida, ele descontava em mim, era uma convivência muito ruim e eu levo isso comigo.” Em função das brigas, os vizinhos costumavam acionar o Conselho Tutelar. Com o pai, a menina havia perdido o contato desde a infância. “Ele está preso desde os meus seis anos. A última vez que vi ele, peguei na mão dele e falei: papai, promete que o senhor vai sair dessa vida?” Em São Paulo, a jovem conta que experimentou maconha pela primeira vez na escola. Mas foi aos 11 anos, após ter sido vítima de um abuso sexual que começou a usar cocaína. Por fim, o consumo e o trabalho no tráfico se intensificaram quando Janaína notou que a mãe era agredida pelo companheiro.

A vivência de Emily, de 17 anos, em atividades ilícitas começou aos seis anos, quando praticava pequenos furtos junto com o irmão. A trajetória da jovem é marcada, em alguma medida, pela vida criminal dos pais: a mãe trabalhava em uma casa noturna no interior de São Paulo e foi presa por aliciamento de meninas na prostituição e o pai atua no tráfico. “Meu pai é do né? Ele trafica, sempre traficou. Sempre tive ciência porque a gente ia visitar ele na cadeia, vivia naquele meio”, diz. Rafaela, de 21 anos, relata que conheceu as drogas por meio do núcleo familiar. “Meu pai usava na minha frente. Eu aprendi o que era droga com a mãe falando: ‘você fica trazendo essas coisas para dentro de casa’ e ele falando para os amigos que precisava guardar a droga.” O envolvimento em uma atividade criminal, segundo a pesquisa do Cebrap, afeta a qualidade dos vínculos, aproxima jovens da violência policial, dos equipamentos públicos de saúde e assistência social, gerando fissuras nas trajetórias familiares.

Embora também sejam citados como fatores de envolvimento com o tráfico, os relacionamento afetivos são apenas a entrada para o universo das drogas. A busca por autonomia, liberdade e poder se constituem como principais motivadores. Vanessa conheceu o comércio de drogas por meio do namorado, mas era a busca pela gestão do ponto de vendas que a despertava interesse. “Quando eu via ele fazendo as contagens, dando ordens, eu olhava e falava ‘nossa, que legal’, quero ter esse poder pra mim.” A busca financeira é outro fator presente na trajetória de meninas que atuam no tráfico. Rafaela fala cabisbaixa que “conseguiria provar” que não foi ela que cometeu o ato pelo qual foi levada à internação. A menina é enfática ao dizer que nunca usou drogas para consumo próprio. Com pai e irmão presos, ela diz que trabalhava em uma pizzaria e como entregadora de panfletos. A menina conta que a mãe sempre recusou sua ajuda com as despesas da casa, mas sabia que o valor de R$ 750 para pagar o aluguel era alto. “Alguns amigos traficavam e me ofereceram ajuda, me falaram que se eu traficasse ganharia R$ 350 e ajudaria a minha mãe. No primeiro dia já fui presa. Essa vida não era pra mim.”

Frases

“Quero trampar na loja”

Para algumas garotas, a inserção no tráfico de drogas ocorre dentro de casa a partir do envolvimento dos pais. Em outros casos, as oportunidades de trabalhar no ponto de comércio de drogas surgem por meio do contato com amigos com alguma atuação nas biqueiras. “Sempre comprava no mesmo lugar e um dia pensei ‘acho que quero começar a vender’. Cheguei para um amigo e disse ‘quero trampar aí na loja, tem como? Aí comecei a vender a peguei muita amizade.” A jovens, em geral, se referem à atividade como uma forma de trabalho. Isso porque além de ser o meio pelo qual obtém renda, as dinâmicas do tráfico se assemelham à organização de empresas em São Paulo. “Você está na função de vender alguma coisa. É a mesma coisa de quando você está numa farmácia ou numa loja, vende um produto e recebe. Aí tem o dinheiro que tem que dar para o patrão e o que fica com você”, resume Larissa. Além disso, o trabalho no tráfico oferece para as jovens possibilidades de uma rápida ascensão. Da primeira vez que vendeu drogas, o objetivo de Ana Carolina era comprar uma sandália. “Eu fui, vendi e gostei. Fui comprando minhas coisas, aí eu já saí da casa da minha mãe”, afirma. “É um trabalho sujo, mas o dinheiro vem da mesma maneira e às vezes até mais.”

Os salários pagos às jovens costumam variar conforme as regras estabelecidas em cada loja. Os valores vão de R$ 300 a R$ 1,5 mil por dia – algumas chegam a receber pagamentos semanais que chegam a R$ 3,5 mil ou a média de R$ 1 mil com o transporte da droga em viagens. Os horários no trabalho ilícito também são variáveis. Algumas meninas chegam a traficar nos três turnos. Outras fazem intervalos nos expedientes de forma a conciliar com as obrigações pessoais e escolares. No entanto, à medida que alcançam posições de maior responsabilidade passam a abandonar as aulas. Emily trabalhava na biqueira das 19h às 7h e estudava no período da tarde. “Chegava em casa, dormia, acordava, comia, ia para a escola até uma 17h30. Quando mudou meu período e eu fui estudar de manhã fiquei na gerência. Aí não precisava ficar o tempo todo”, diz. Rafaela, de 21 anos, aprendera com o pai a ser uma assídua trabalhadora do tráfico. A garota trabalhava das 7h às 19h ou das 19h às 7h. “Já trabalhei nos dois horários e até virada. Normalmente, eu ia pra casa do gerente e pegava as drogas. Todos os dias eu ficava na loja, comecei a parar de estudar aos poucos, e quando fui ver estava na gerência. Era o máximo, todo mundo me conhecia.”

Com os ganhos do tráfico, Rafaela conseguiu ajudar a mãe com as despesas. “Minha mãe não tinha dinheiro para colocar comida dento de casa. Era uma época que eu conseguia comprar coisas caras, ajudar sem ela perceber. Conseguia cuidar melhor dos meus cachorros e dos meus gatos. Pensava que não teria um emprego com 14 anos.” Antes de vender drogas, Rafaela trabalhava vendendo DVDs com o tio. Depois, tentou ser monitora de perua escolar, mas dois meses após terem descoberto sua idade foi demitida. “Não podiam contratar menor e eu precisava de dinheiro para viver.” Além da autonomia e das conquistas financeiras, o trabalho no tráfico oferece a meninos e meninas um espaço de pertencimento social. Nos pontos de comércio de drogas, as jovens encontram reciprocidade e uma proteção coletiva que dificilmente encontrariam em outros ambientes. Milena, que passou a infância transferida de abrigo para abrigo, buscava nas lojas um meio de conviver com os irmãos e de performar masculinidade.

Nesses locais, majoritariamente ocupados pelo gênero masculino, a jovem se sentia livre para se relacionar com outras mulheres. “Eles veem a gente de cabelo cortado e já imaginam mais o lado masculino. Eu me sentia mais respeitada porque comigo só trabalhavam meninos. Eu não gostava de ficar perto de meninas, gostava mais de andar com meninos”, diz. Falas como essa, repetidas por outras jovens trabalhadoras do tráfico, demonstram a lógica da heteronormatividade nas biqueiras.

Frases

“Na lei do Comando é o certo pelo certo”

“Você sabe que todas as biqueiras de São Paulo são do Comando, né?”, questiona Ana Bianca como quem espera uma confirmação óbvia. Pesquisadores como a socióloga e professora da Universidade Federal do ABC, Camila Nunes Dias, e o professor do Departamento de Sociologia da Universidade Federal de São Carlos, Gabriel Feltran, explicam que além de reconfigurar as dinâmicas criminais, o PCC (Primeiro Comando da Capital) passou a controlar as biqueiras para as quais fornece drogas bem como a população dessas regiões, que pode ou não fazer parte dessa rotina. Em 2003, com a expulsão dos líderes Geléião e Cesinha, uma reorganização do PCC trouxe novas lideranças e imprimiu uma nova forma de controle em áreas sob o domínio da organização, o que, segundo Dias, possibilitou uma expansão geográfica, econômica e política. No curso dessas mudança, cada vez mais adolescentes passaram a servir como mão de obra fácil e barata para o trabalho nos pontos de comércio de drogas. O contato das meninas que trabalham no tráfico com os irmãos, como são chamados os integrantes da facção, ocorre de três formas: alguns são pais batizados e filiados ao PCC, outros são donos de biqueiras amigos ou conhecidos das jovens ou ainda namorados. Em geral, a grande maioria das jovens conhece bem as regras da organização sobre os expedientes do tráfico. Uma das normas mais disseminadas nas biqueiras é a proibição do uso de drogas no curso do trabalho. “A lei do Comando não permite”, diz Ana Bianca.

O consumo por parte dos jovens pode atrapalhar o bom funcionamento da loja e até gerar prejuízo nas vendas. Disciplinada, Ana Bianca conta que o uso mais livre ocorria somente aos finais de semana. “Eu não podia cheirar, baforar, só fumar maconha. Trabalhava durante a semana e quando era fim de semana eu tomava uma bala e ficava suave”, diz. Muitos adolescentes, porém, não conseguem interromper ou controlar o consumo e acabam sofrendo represálias por isso. “Alguns cheiram o pó que tem e o da loja também, o que dá desfalque. Aí, eles têm que arrumar dinheiro no prazo ou trampar de graça nos próximos dias”, afirma Rafaela. “Um amigo que trampava na loja usava a dele e boa parte da droga do dono. Uma vez, os caras não quiseram mais dar prazo pra ele pagar e bateram nele com um pedaço de pau. Já vi muito menino da favela morrer por causa disso. No crime, não pode falhar.” Essa nova dinâmica do crime passou a ser mais frequente a partir de 2006, quando houve uma redução no número de rebeliões e homicídios no sistema prisional e surgiram modalidades mais racionais de execução para casos específicos. Para garantir o controle do cumprimento das regras, a facção criou os chamados “tribunais”, mecanismos para resolver conflitos e definir punições a infratores de regras. Por meio dessas atividades, comumente referidas pelas jovens como debates ou ideias, a maior parte das adolescentes conhece o regramento e a disciplina da organização criminal.

Muitas meninas participam de debates convidadas por colegas da biqueira ou parceiros. Mas grande parte das que assistem rechaçam a violência utilizada por parte de organização. Emily relata em choque uma das represálias aplicadas: “Teve uma vez que um menino foi traficar pra gente, ele tinha 13 anos, traficou direitinho, mas consumiu todo o lucro dele. Os moleques contou pros irmãos, que cortaram tudo os dedinhos dele. Fiquei horrorizada, incrédula, porque querendo ou não é uma criança”, afirma. A atividade é a principal razão pela qual as jovens dizem não ter vontade de fazer parte da facção. Além do uso da violência, motivos como pagamento de mensalidade e o entendimento dos membros como “criminosos” também estão entre as razões apontadas pelas adolescentes. “Toda vez que tinha cobrança nas ideias do Comando, eu nunca gostei de me envolver no mais profundo. Pra mim, era pegar as drogas, comprar, vender, acabou meu plantão e já era”, disse David.

O estreito contato com regramentos do PCC faz com que as jovens se exponham ainda mais às abordagens policiais. As meninas trabalhadoras do tráfico exercem funções cada vez mais arriscadas em busca do reconhecimento no mundo do crime, fazendo com que a experiência social com figuras consideradas “bandidos” tenha algum impacto na forma como se apresentam. Apesar disso, é importante ressaltar que ainda persiste entre as jovens que trabalham nos pontos de venda a ideia de que o “tráfico não é lugar de mulher”. Isso ocorre porque os espaços da criminalidade reproduzem o machismo presente em outras esferas da sociedade e a divisão sexual do trabalho, que destina certas tarefas às meninas, faz com que elas não se enxerguem como protagonistas – embora, na prática, executem funções de elevado risco.

Frases

Mais atuantes, mais visadas

Um dos principais aspectos que caracteriza a atuação das meninas no tráfico de drogas é a divisão do trabalho ilícito. Em outras esferas sociais, essa repartição destina as mulheres ao âmbito doméstico e reprodutivo e os homens ao público e produtivo. Essa divisão, que também se mostra evidente, no mundo do crime, faz com que mulheres enfrentem dificuldades para exercer protagonismo e, simultaneamente, as coloca em posições de maior exposição às abordagens policiais. Grande parte das meninas que trabalham no tráfico de drogas acumulam funções de vapor [transporte], abastece [abastecimento], vigília de casas-bombas, imóveis em que são guardadas grandes quantidades de drogas para serem comercializadas, e gestão dos pontos para só depois chegar à gerência. “Se a mulher tem um filho, ela acaba tendo muita responsabilidade porque o tráfico nunca para. Ela tem que cuidar da casa, tudo essas coisas. Já o homem, não, o foco dele é só o tráfico”, diz Vanessa. Extremamente dedicada às funções que lhe eram atribuídas no tráfico, Larissa, de 17 anos, diz que fazia de tudo para conciliar tarefas como cuidar da casa e vender drogas. “Acordava 11h ou 12h, tomava banho, me arrumava e descia pra biqueira. Voltava umas 18h, tomava banho, me arrumava, descia de novo e ficava a madrugada toda. Era uma loucura muito grande pra uma pessoa só.”

Para explicar as funções que exercia na loja, Ana Carolina fala calma e serenamente. “Eu ia de ônibus ou de carro, toda arrumadinha pra eles não desconfiar de mim. Ia com uma bolsa bem linda e com uma mala com drogas dentro. Nunca fui abordada fazendo isso”, diz a menina ao contar que fazia o transporte das drogas entre cidades do interior de São Paulo. A jovem também tomava conta de um QG ou de uma casa bomba, local onde fica armazenada a droga. “Eles colocam mais mulher pra ficar do que homem porque ficava localizado num bairro mais chique, se colocasse no meio da comunidade ia dar muito na cara. Então, uma menina bem arrumada, uma mulher chique, faz os polícia não perceber que a mulher guardando droga lá. Mas se entrar um homem todo tatuado numa casa, eles percebem”, diz. Essa repartição de tarefas demonstra que meninas são normalmente alocadas em funções que requerem o estereótipo físico da beleza atribuído ao gênero feminino e com isso são mais expostas às situações de riscos. “Eu gostava de ficar dentro de casa embalando porque acho que é mais seguro, mas o B.O. é mais forte”, reconhece Ana Carolina.

Com isso, na medida em que assumem funções de risco acabam mais abordadas pela polícia e mais sujeitas a julgamentos morais, violências psicológicas e físicas. Meninas costumam ouvir de agentes de segurança que não devem atuar no crime por serem mulheres e de seus colegas das lojas, escutam que passam despercebidas pela polícia. Presa em maio de 2020 pela primeira vez, Ana Bianca foi acusada pelo policial de assumir a culpa do namorado. “Ele me falou: para de ser idiota, você é uma menina bonita, está assumindo B.O. de namorado seu.” Em outra abordagem, o mesmo policial disse para o colega da jovem: “dá um jeito na sua namorada porque da primeira vez ela assumiu B.O. seu, mas dessa vez nois vai matar ela.” Vanessa também foi questionada por policiais porque estava inserida no tráfico. “O delegado falava pra mim ‘você é uma menina bonita, tem estudo, curso, uma boa família, por que você fez isso?’” Outra impressão que vem abaixo é a ideia de que meninas sofrem menos abordagens truculentas por serem mulheres.

A percepção ainda faz parte do imaginário de meninos e meninas em função de um pensamento que ganhou força ao longo de décadas de que mulheres não tinham uma pré-disposição à criminalidade. Estela recorda que quando foi presa teve o almoço interrompido com uma metralhadora nas costas. “‘Levanta a loirinha’, eles disseram com a arma atrás de mim”, diz. David, por sua vez, vivia correndo da polícia. O garoto diz que chegou a traficar de cadeira de rodas após ter sido baleado por um policial. Na ocasião de sua audiência com juízes, o jovem relata que os agentes de segurança disseram ter encontrado drogas com ele durante a abordagem. Segundo sua versão, as drogas pertenciam a jovens de sua vizinhança. “Eles criaram uma situação, como se eu tivesse inventado uma história. Nisso, o juiz disse que não tinha o que fazer, era internação por tempo indeterminado.” Além da violência nas abordagens, não raro, as jovens chegam a ser sequestradas por algumas horas e são devolvidas somente após o pagamento de elevados valores em dinheiro. Levada por homens encapuzados em um carro, Rafaela lembra de ter sido colocada em uma sala com computadores com um saco na cabeça. “Eles resgataram uma conversa minha com o gerente da loja. Ele teve que dar R$ 12 mil se não, não me soltavam. Eles pegam a gente mesmo sabendo que não temos porra nenhuma.”

Frases

“E aí eu caí”

A punição deixa inúmeras marcas na vida das jovens. Não à toa, mesmo para as meninas que deixaram as unidades de internação há algum tempo, o momento em que são levadas à delegacia são os mais lembrados. Se nas abordagens da Polícia Militar as garotas sofrem ameaças, espancamentos, sequestros e até ameaças de morte, no encontro com a Polícia Civil, enfrentam uma nova ruptura de vínculos familiares. Muitas meninas abordadas pela polícia em municípios do interior são levadas para unidades da capital, acarretando um processo ainda mais traumático em função da distância de suas cidades de origem. “Cheguei muito nervosa, mas foi passando uns dias, fui falando com uma pessoa, com outra e quando você vê, já está de boa”, afirma Vanessa, que teima em ajeitar o óculos que escorrega enquanto fala. As regras estabelecidas na Fundação Casa contribuem para “aniquilar o eu”. Ao chegar às unidades, as meninas deixam para trás cultura, hábitos, personalidade, vivacidade e senso liderança que as motivaram a ingressar no tráfico.

Nas unidades, um conjunto de regramentos, dispositivos de disciplina e controle e castigos as espera. Além dos horários rigidamente estabelecidos para as atividades que vão do início da manhã a noite, a jovens se deparam com o isolamento dos familiares. “Tirei sete meses. Meu mundo caiu. Fui presa em dezembro de 2016 e ia fazer 18 anos em fevereiro, todo mundo espera essa data. Passei o Natal e o Ano Novo lá e ainda ia passar meu aniversário, o aniversário da minha mãe. Foi muita opressão”, diz Estela. Outro ponto importante é a ruptura com o trabalho no tráfico e o início em cursos profissionalizantes. As atividades relatadas por algumas jovens, embora se diferenciem das oferecidas em anos anteriores, que destinavam mulheres ao âmbito privado, acabam direcionando as meninas a setores do comércio e serviço em funções comumente precarizadas. Com isso, ao deixarem as unidades, uma vez mais estarão submetidas a contextos de precariedades semelhantes aos que as fizeram seguir o caminho do tráfico.

Ainda que imersas em contextos de intensa opressão, as meninas relatam algumas formas de resistir à rotina do enclausuramento, entre elas, a performatividade de gênero, o convívio social com outras jovens, visitas familiares e novos comportamento no decorrer da internação. “Me afundei nos livros, nas leituras e nos estudos. Gosto de ler um pouco de tudo, mas tem um livro que se chama ‘A guerra não declarada na visão de um favelado’ [escrito pelo rapper e compositor Carlos Eduardo Taddeo]. Gosto de livro assim, que fala sobre a sociedade em si, a vida na comunidade, os políticos corruptos”, diz Emily. As expressões, falas e atos de Milena, jovem lésbica que performa masculinidade, e David, jovem transgênero, são por si só formas de resistir a um espaço constituído por diversos símbolos estereotipados do feminino. Luísa, egressa do sistema socioeducativo, relata que durante a internação as meninas criam meios de se comunicarem como cartas e bilhetes e assim conseguem manter uma relação sem o intermédio de diretores e funcionários. A principal forma de enfrentar o período de internação, contudo, é por meio da lembrança de familiares. Até mesmo aquelas que haviam deixado suas casas encontraram no vínculo um caminho de tornar a internação menos perversa. “Minha mãe sempre dizia: ‘se você for presa, não espera uma visita minha’. Mas, nos últimos tempos, minha fé estava muito abalada e ela me ensinou a ter fé desde pequena. Só pensava nela, em ser forte”, lembra Rafaela.

Karina, jovem que deixou uma das unidades de internação de São Paulo, não gosta de lembrar, tampouco falar sobre esse período. A resistência em abordar a experiência se repete em outras meninas privadas de liberdade. A tentativa é, na verdade, uma forma de esquecer o que se passou. Muitas jovens punidas pelo Estado preferem falar, por exemplo, sobre a volta aos estudos ou ao mercado de trabalho. Este, inclusive, é um dos temas eleitos pelo sistema socioeducativo e prisional para mensurar o grau de “ressocialização” de uma pessoa egressa desses espaços. No caso das meninas, o caráter moralizador da reclusão opera para direcioná-las ao casamento ou à maternidade, como lugares de domesticidade. Após serem atravessadas pela prisão, essas jovens – que buscavam no tráfico liberdade, enfrentamento à precariedade, poder e autonomia – parecem ter os desejos mais uma vez aniquilados. David resume o sentimento de muitas jovens que passaram pelas unidades socioeducativas de internação: “Quando a gente escolhe o crime, a gente apanha da vida, porque querendo ou não, lá não tem pai e mãe pra falar ‘eu te perdoo’. Lá, se você erra, você vai ser agredido, humilhado, xingado. Policial vai te chamar de lixo, a sociedade vai te olhar e falar ‘esse aí não presta’, mas na verdade eles não sabem o motivo da gente estar lá.”

Frases

Como essa reportagem foi feita

A reportagem foi feita a partir da dissertação de mestrado “Queria trampar na loja, tem como? – As relações e percepções de meninas que cumpriram medidas de internação com as dinâmicas do tráfico de drogas em São Paulo”. O trabalho de pesquisa ocorreu entre os anos de 2019 e 2021 pelo programa de Pós-Graduação em Ciências Humanas e Sociais da Universidade Federal do ABC. Para o estudo, além de leituras de autores que se debruçaram sobre os temas do tráfico de drogas, dinâmicas criminais, gênero e juventude, foram realizadas entrevistas com o promotores e promotoras de Justiça da Infância e da Juventude da cidade de São Paulo e do Departamento de Execução da Infância e Juventude (Deij) de São Paulo, cujas funções, naquele momento, eram visitar unidades do sistema socioeducativo no estado. Também foi entrevistada a presidente do Instituto Mundo Aflora, Andrea Broglia Mendes, com o objetivo de se conhecer projetos destinados às meninas desenvolvidos em parceria com a Fundação Casa.

Foram realizadas ainda 16 entrevistas com meninas que cumpriram medidas socioeducativas de internação em unidades de privação de liberdade em São Paulo. Dessas, seis com jovens com mais de 18 anos que haviam deixado as unidades e estavam em liberdade no momento da entrevista e dez, com meninas entre 16 e 18 anos em duas unidades de privação de liberdade da Fundação Casa de São Paulo, com autorização da instituição. No primeiro grupo de entrevistas, das jovens em liberdade, foi possível observar como as meninas procuram afastar as marcas da internação e do trabalho no tráfico de drogas de suas trajetórias. Nas conversas, elas ressaltavam aspectos do presente, como trabalho e novas configurações familiares. Passado algum tempo, relatavam a experiência na venda de drogas, normalmente precedida do relato dramático em que foram apreendidas e levadas às delegacias. Além da rotina de trabalho no tráfico e das abordagens policiais, as jovens mencionaram de forma cautelosa o contato com o PCC. A maior parte das meninas em liberdade preferiu não detalhar as relações com o Comando, limitando-se a dizer que os membros da facção eram os donos das biqueiras.

Em relação às meninas que ainda cumpriam medidas socioeducativas de internação, as entrevistas ocorreram nas unidades, seguindo os protocolos de distanciamento e proteção estabelecidos em função da pandemia de covid-19. A maior parte das jovens era falante e comunicativa, uma ou outra se mostrava mais fechada durante a conversa. A pré-disposição desse grupo de entrevistadas chamou a atenção em relação ao primeiro grupo. Acredita-se que isso ocorra por serem submetidas a cotidianos marcados por um conjunto de regras rígidas e mecanismos punitivos. Ana Bianca tinha os olhos reluzentes e fazia questão de explicar cada detalhe de sua trajetória. Janaína era agitada e suas pernas não pararam de se chacoalhar enquanto falava. Seguras, Emily e Larissa narravam com precisão cada uma de suas ações no tráfico, dentro de casa ou nas unidades de internação. David contava sua história não apenas por meio da fala, mas, principalmente, pelos gestos, performances e tons que usava para imprimir personalidade ao relato. Discretas, Milena e Vanessa falavam por meio do silêncio. As pausas, interrupções e olhares desviados demonstravam as dificuldades enfrentadas por elas na infância. Ana Carolina contava com envolvimento e entusiasmo os percursos que fazia entre as cidades de São Paulo para transportar as drogas. Rafaela e Bruna deixavam transparecer no tom de voz resignado as precariedades enfrentadas em suas histórias.

Os momentos de maior tensão nas entrevistas, sem dúvida, remetem aos relatos de estupros e violências sexuais contra as meninas. Sete jovens afirmaram terem sofrido maus tratos e violência sexual na infância. Além disso, 14 entrevistadas relataram terem vivenciado conflitos familiares, que vão de agressões por parte de pais que faziam uso abusivo de álcool ou drogas até tentativas de feminicídio. Essa conjunção indica alguns dos fatores que levam as jovens a buscarem no tráfico formas de resistir às opressões e precariedades sofridas dentro e fora de casa. Ao mesmo tempo, esse percurso fez com que as meninas sofressem uma ruptura abrupta com a infância – o que fica explícito em muitos depoimentos, como o de Eduarda, de 18 anos. “Eu tinha 10 anos quando conheci essa vida de roubar, usar droga e traficar. Foi um mundo onde eu entrei que é totalmente diferente de quando você é criança, que você aproveita, brinca, distrai a mente. Quando você entra pra esse lado é totalmente diferente, a forma de pensar, de agir, de falar. Depois disso, eu já perdi a infância.”, afirma.

Frases

* Os nomes das entrevistas para a reportagem foram trocados om o objetivo de preservar a identidade e a segurança das jovens.

Una Guerra Adictiva é um projeto de jornalismo colaborativo e transfronteiriço sobre os paradoxos deixados por 50 anos de política de drogas na América Latina, do Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Dromómanos, Ponte Jornalismo (Brasil), Cerosetenta e Verdad Abierta (Colombia), El Faro (El Salvador), El Universal e Quinto Elemento Lab (México), IDL-Reporteros (Perú), Miami Herald / El Nuevo Herald (Estados Unidos) e Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP).