Fumigación sin derecho a queja

El retorno de la fumigación aérea de coca con glifosato que quiere acelerar el presidente Iván Duque antes de dejar el poder depende de que pueda cumplir con varios requisitos fijados por la Corte Constitucional, incluyendo tener un mecanismo eficaz para tramitar las quejas de campesinos cuyos cultivos legales han sido fumigados por error. La historia de cómo los reclamos de Pedro Pablo Mutumbajoy y Pedro Pablo Moreno se quedaron sin respuesta bajo dos gobiernos distintos revela que eso es justo lo que el Estado colombiano no ha tenido.

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Portada de Donají Marcial - Dromómanos

Paradojas

El eterno retorno a la aspersión con glifosato

09 / Diciembre / 2021

A Pedro Pablo Mutumbajoy lo fumigaron tres veces: las primeras dos, a comienzos de siglo, tenía coca en su finca, pero la última no.

En septiembre de 2013, este campesino de Putumayo –en la frontera sur de Colombia- cuidaba un cultivo agroforestal de árboles nativos como achapos o aceitunos, que él había sembrado con esmero y de cuya madera planeaba vivir más adelante. Esa era –y sigue siendo- su apuesta por un sustento alejado de la coca.

Un mes después de que las avionetas de la Policía Antinarcóticos sobrevolaron su finca, rociando glifosato desde el cielo sobre su bosque productivo, Mutumbajoy fue a la alcaldía de Puerto Guzmán e interpuso una queja. En ella, solicitó al Estado colombiano que evaluara los daños a su cultivo legal. Como evidencia adjuntó las fotos de los daños y pidió que lo compensaran económicamente por la pérdida de 350 incipientes árboles. El perjuicio representaba, según este campesino de 48 años, de voz tenue pero carácter decidido, una sexta parte de los que llevaba nueve meses sembrando.

Cuatro meses después, en febrero de 2014, recibió una respuesta: su reclamo “no procedía” porque la Policía decía no haber encontrado cultivos agrícolas en su predio, pero sí en cambio coca. Ni una palabra sobre su proyecto forestal, que para el Estado no cupo en la descripción de cultivo agrícola. Mutumbajoy apeló, pero la Policía rechazó su recurso por tardío. Un error administrativo y un día feriado contado como hábil bastaron para que le dijeran que estaba fuera de los tiempos legales y que, por lo tanto, no seguiría siendo examinado. No ha sabido nada más de su reclamo hasta hoy.

A 1.072 kilómetros de la finca de Mutumbajoy, otro Pedro Pablo lleva aún más tiempo en un calvario similar. En la zona de ciénagas y humedales que abundan en el tramo medio del río Magdalena, en el norte del país, Pedro Pablo Moreno intentó durante más de cuatro años obtener una respuesta del Estado colombiano por la doble aspersión de su finca –primero en 2003 y luego en 2006- en Simití, en el sur de Bolívar.

Moreno asegura no haber tenido nunca coca, pero los policías antidrogas se empeñaron en lo contrario – aunque nunca le mostraron el acta de la visita en donde la detectaron. Ni siquiera una reunión con la primera dama Lina Moreno, esposa del entonces presidente Álvaro Uribe, ni conversaciones y cartas con varios altos funcionarios del gobierno, lograron que Pedro Pablo obtuviera una respuesta de fondo de la Policía Nacional, más allá de tecnicismos legales.

Los casos de los dos Pedro Pablo ilustran el laberinto kafkiano al que se han enfrentado en las últimas dos décadas cientos de campesinos que han buscado reclamar al Estado que evalúe daños materiales causados por la aspersión aérea, la principal estrategia usada por Colombia –con apoyo político, recursos, equipos e incluso contratistas civiles de Estados Unidos- para frenar los cultivos de coca, aquellos de donde se obtiene el alcaloide usado para producir la cocaína que luego es exportada. Para complicar aún más las cosas (y sus casos), la misma Policía que los fumigó era la juez que decidía si sus reclamos eran válidos.

La falta de respuesta del Estado a los afectados por la aspersión aérea con glifosato que ha dañado sus cultivos lícitos cobra revelancia especial en momentos en que este debate, que marcó la política antidrogas de Colombia durante casi dos décadas, está de nuevo sobre la mesa. El presidente Iván Duque, a siete meses de salir del cargo, insiste en revivir la fumigación con avionetas para eliminar los cocales que existen en el país. Según el último censo anual de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), a finales de 2020 había 143 mil hectáreas del cultivo en Colombia.

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Pedro Pablo Mutumbajoy muestra su archivo personal con los documentos de su queja. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

Para hacerlo, su gobierno deberá demostrar que fumigar la coca no causa impactos en la salud de comunidades aledañas ni al ambiente, de acuerdo a los requisitos que fijó la Corte Constitucional en una sentencia de 2017. Esas reglas de juego más estrictas son el resultado de un debate internacional sobre los posibles efectos negativos del glifosato en la salud humana, que se ha agudizado en años recientes. Sobre todo desde que el Centro Internacional de Investigaciones sobre Cáncer (Iarc) –brazo de investigación de la Organización Mundial de la Salud (OMS)- lo reclasificó como sustancia probablemente cancerígena en 2015, llevando al gobierno de su antecesor Juan Manuel Santos a suspender preventivamente su uso para fumigar coca.

Aunque la atención pública se ha centrado en las condiciones sobre la salud humana y el ambiente, contar con un sistema robusto de atención a reclamos es otra de las condiciones legales ineludibles – y una que ha tenido mucho menor visibilidad. En ese fallo, el máximo tribunal del país ordenó al Gobierno garantizar “procedimientos de queja (…) comprehensivos, independientes, imparciales y vinculados con la evaluación del riesgo”.

A juzgar por casos como el de Mutumbajo, Moreno y otros campesinos en la última década, es justamente lo que el Estado colombiano no ha conseguido implementar hasta hoy.

La larga espera de los Mutumbajoy

De las tres fumigaciones que vio su finca La Esperanza, la que más le arrebató la ilusión a Pedro Pablo Mutumbajoy fue la tercera.

Poco después del almuerzo, entre las 2:30 y las 3 de la tarde del 16 septiembre de 2013, aeronaves de la Policía Antinarcóticos sobrevolaron la vereda El Trébol, a 2,5 kilómetros del pueblo de Puerto Guzmán. Tras percatarse de las secuelas de la aspersión, Pedro Pablo acudió al personero del municipio y, tras enterarse de qué documentos debía reunir para presentar un reclamo formal, preparó su expediente, que esta alianza periodística estudió.

Con ayuda de un ingeniero amigo, hizo un levantamiento, con coordenadas geográficas precisas, del plano de su finca y del cuarto de hectárea de cultivo afectada. Le pidió al secretario de agricultura del municipio un avalúo aproximado de las pérdidas, que éste tasó –usando los precios comerciales de las cinco maderas allí presentes- en 160 millones de pesos (unos 83 mil dólares de la época). Adjuntó fotos de sus aceitunos –llamados taras en Putumayo y palo blanco o simaruba en el mundo maderero- amarillados por el químico, así como de individuos saludables del mismo bosque. Alistó el contrato de donación con el que su madre le había cedido un lote de seis hectáreas de la finca familiar donde se criaron los Mutumbajoy.

En la tarde del 15 de octubre, Pedro Pablo radicó su solicitud ante la alcaldesa encargada, que lo remitió a la Policía Antinarcóticos. “El día 16 del mes de septiembre fueron fumigadas por las avionetas las plantaciones forestales”, dice escuetamente el objeto de la queja.

Tres semanas después, la Policía Antinarcóticos admitió el reclamo y a finales de noviembre abrió la etapa probatoria y ordenó una visita de verificación a La Esperanza. Un mes y medio después, el 14 de enero de 2014, la Policía dice haber inspeccionado el predio de Mutumbajoy – aunque él nunca los vio.

Con esa información, el 25 de febrero, la Policía tomó su decisión de fondo sobre el caso: que el reclamo de Pedro Pablo “no procedía”. Según el auto firmado por el coronel Guillen Alexander Amaya, “se encontró presencia de cultivos ilícitos de coca en la coordenada (polígono) suministrada en la queja” y, en cambio, ninguna “de afectación a causa de las operaciones de aspersión, toda vez que la línea de aspersión se encontraba fuera del polígono reportado por el quejoso”.

Al tiempo que aseguraba que en La Esperanza había coca, la Policía Antinarcóticos negó que los Mutumbajoy tuvieran un cultivo agroforestal. En su decisión, en dos ocasiones, el coronel Amaya subrayó que “no se evidencia la implementación agrícola reportada en la queja”, pero que, en cambio, “se observó bosque nativo en buen estado” – exactamente lo que Pedro Pablo les había contado que tenía sembrado y donde él denunciaba el daño a 350 arbolitos.

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Mutumbajoy muestra las fotos que tomó de los daños del glifosato a sus árboles maderables nativos, que tenían ocho meses de plantados cuando fueron fumigados. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

La prueba que usó la Policía para argumentar que no había una afectación con glifosato reveló su propia ignorancia de actividades económicas sostenibles recomendadas para la Amazonia por el propio gobierno nacional, distintas a la agricultura o la ganadería extensiva.

Un mes después, el 26 de marzo, Pedro Pablo interpuso un recurso de reposición. “En mi finca no hay una sola mata de coca, ni cultivos de árboles maderables mezclados con coca, no hay objetividad. Porque si bien es cierto que alrededor de mi finca sí existen vecinos que cultivan la coca, no ocurre eso en mi tierra”, le escribió al coronel Mario Gilberto Vargas, pidiéndole una nueva visita que nunca llegaría.

“Sí existen cultivos de árboles maderables en la finca y en los mismos fueron afectados por glifosato. Reitero la necesidad de verificar en terreno lo narrado”, le insistió. Al día de hoy, jura que la coca estaba en un predio colindante, a un centenar de metros de sus árboles, pero jamás en el suyo.

Pasaron dos meses sin ninguna respuesta de la Policía. Finalmente, el 10 de junio y una semana después de un derecho de petición de Mutumbajoy pidiendo noticias, llegó otra carta de Antinarcóticos. Sin entrar en detalles sobre su petición, le anunciaron tajantemente: no se le concedía el recurso porque “no fue interpuesto dentro de la oportunidad legal”. Según la Policía, habían pasado siete días desde que había sido notificado de la decisión de fondo: dos más de los que tenía para pedir una revisión. Por consiguiente, su caso quedaría archivado.

Sin embargo, las cuentas de la Policía estaban mal. Tres anotaciones en la esquina derecha de la carta que le envió el coronel Vargas al alcalde Edison Gerardo Mora, pidiendo notificar al quejoso, revelan una primera equivocación. “Entregué este documento al señor Pedro Pablo Mutumbajoy el día 18/03/2014”, dice una inscripción en bolígrafo negro, encima del sello de la oficina jurídica –con la misma fecha- y el recibido del campesino. Es decir, Pedro Pablo fue notificado un día después de lo que dijo Antinarcóticos.

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La Policía negó el recurso de Mutumbajoy argumentando que fue notificado de la decisión el 17 de marzo, pero el documento de notificación muestra que fue el 18. Con ese día y un feriado que no fue contado como tal, fue rechazada su reposición.

A esa anomalía se sumó otra: el 24 de marzo fue festivo en conmemoración a San José y uno de los diez feriados que se trasladan al lunes para volverse un fin de semana largo - o ‘puente’ en la jerga colombiana. Por lo tanto, no era un día hábil.

Esos dos errores, esos dos días, significaban que la solicitud de los Mutumbajoy no se había demorado siete días, sino cinco. Siempre estuvo en los tiempos correctos.

Irónicamente, al tiempo que la queja de Mutumbajoy se perdía en el laberinto burocrático, el gobierno de Juan Manuel Santos estaba en La Habana negociando el capítulo sobre política de drogas del Acuerdo de paz, que subraya que los campesinos son uno de los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico, prioriza la sustitución de coca para brindarles soluciones y mantiene la aspersión aérea solo como última opción.

Los negociadores del Gobierno y la guerrilla de las Farc se sentaron a hablar del tema por primera vez el 28 de noviembre de 2013, justo el mismo día en que la Policía ordenó visitar la finca de Pedro Pablo. A mediados de mayo, las dos partes anunciaron que habían llegado a un acuerdo sobre el tema, el tercero en el camino que conduciría al apretón de manos final y al desarme de la guerrilla más antigua de las Américas. Solo tres semanas después, el recurso de Mutumbajoy fue negado de plano, sin derecho a pataleo.

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Una segunda Esperanza

La Esperanza fue un cocal durante casi dos décadas. Lo era ya en 1990, cuando la familia Mutumbajoy –de raíces indígenas y originaria del resguardo inga de Yunguillo, en la montañosa frontera entre Cauca y Putumayo- compró la finca.

Ellos vivieron de la coca por trece años, acompañándola con yuca y plátano para el diario vivir. “Uno cultivaba en conjunto. Sería mentiroso decir que la gente no vivía de la coca”, dice Pedro Pablo. En esa época Puerto Guzmán, ubicado en las riberas del río Caquetá, tenía grandes extensiones de coca sembrada: en su pico más alto, en 1999, tuvo casi 8 mil hectáreas y ocupaba el sexto lugar en toda Colombia, según datos de la ONU.

Tras las dos primeras fumigaciones, que ellos fechan en una misma semana de 2003, intentaron sembrar otros cultivos sin éxito. Los plátanos, recuentan, crecieron un metro para luego secarse, la yuca se amarillaba y el maíz nunca se dio. Lo atribuyeron a la mala calidad del suelo, degradado tanto por el glifosato caído del cielo como por la decena de agroquímicos –organofosforados, oxicloruro de cobre, carbendazim, paraquat y glifosato- que le echaban a la coca. Al final dejaron el predio abandonado durante siete años.

Hasta que volvieron para intentar algo muy distinto hacia el 2010, en un tránsito que Pedro Pablo atribuye, por partes iguales, a la disuasión que les quedó de la fumigación, a una idea que vio en el programa de televisión del Profesor Yarumo que no se perdía y a los cálculos financieros que fue madurando. Sembraría árboles maderables nativos.

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Mutumbajoy con uno de los achapos enanos que sembró hace algunas semanas en La Esperanza. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

“Los cambios siempre son de números”, dice, sentado en su casa de madera en el pueblo mientras rememora los suyos. Cuenta que cuando llegaron a la finca donde se crió, había un pequeño tara de medio metro que, dos décadas después, creció y dio 15 piezas de madera. Hizo cuentas mentales: si cada tablón grueso se pagaba a 15 mil pesos, podría –al cabo de dos décadas- recaudar más de 300 mil pesos por árbol. En su cabeza pesaba otra cuenta: si en su infancia la madera se recolectaba en las inmediaciones de Puerto Guzmán, desde hacía una década ya la traían de cuatro horas de distancia.

No tuvieron apoyo, quizás porque no era una transición inmediata de la coca a otra actividad lícita, quizás porque el Estado colombiano históricamente ha tenido una visión muy acotada de qué es un proyecto productivo, o tal vez porque la sustitución de coca está entre los rubros a los que menos plata se le destina de toda la política de drogas en Colombia. El presupuesto antinarcóticos de 2010, el último que se ha hecho público y casi simultáneo a los primeros intentos de Pedro Pablo por sembrar maderables, muestra que por cada peso invertido en iniciativas de desarrollo alternativo, se iban 11,5 a la estrategia de reducción de la oferta de drogas en la que la fumigación siempre fue la consentida.

Así que la siembra y el cuidado los hicieron, en palabras de Pedro Pablo, “a fuerza propia”. Pidieron un crédito en el Banco Agrario, pero se lo negaron por no tener la escritura del predio sino –como es común en Putumayo y buena parte del campo colombiano- apenas una posesión informal de un predio.

“Sembrar los árboles fue un trabajo ni el verraco: primero hacer el semillero, cuidándolos como una niña bonita, sembrándolos con todo el amor, para que lleguen a fumigar sin darse cuenta qué es lo que fumigan. Es algo injusto, porque fue un cambio de vida de la coca a los árboles”, dice su esposa Jenny Vargas. Para ella no fue fácil. Por años fue escéptica de que pudieran vivir de la madera. “Yo no le miraba gracia a sembrar árboles: ¿cuántos años para que me dé resultados? Yo lo veía como tirar una piedra al río”, dice, mientras cocina un sancocho para el almuerzo.

Hoy se ríen de ese plan, que ya ven como una herencia para sus cuatro hijos y dos nietos. Hace unas semanas, cuando Jenny acompañó a Pedro Pablo a sembrar mil plántulas de achapo, le preguntó cuánto demorarían en crecer. “En 120 años vamos a venir a aprovecharlos”, le dijo su esposo muy serio, aunque en broma. Estaba multiplicando por cinco el tiempo real. “No estará ni el polvillo de los huesos”, le respondió ella riendo.

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Jenny Vargas dudaba en un inicio del plan de su esposo de sembrar maderables. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

Ocho años después de la fumigación, casi veinte después de dejar la coca, la finca de los Mutumbajoy parece un jardín botánico: ellos calculan que hay unos 10 mil árboles. Todos son nativos de la cuenca amazónica, todos son fuente de maderas preciadas para muebles y pisos, pero talables sin perjudicar el bosque.

Hay achapos y taras de rápido crecimiento, cosa de dos o tres décadas, mientras otros -como robles y ahumados- demorarán más de medio siglo. Pedro Pablo va saltando por toda La Esperanza señalándolos de memoria: cominos, juansocos, perillos, arenillos, morochillos, canaletes, inches, arracachos, sangres de toro y madroños de chuquia, más algunas palmas silvestres de asaí, milpeso y canangucha cuyos frutos podrá cosechar también.

El experimento personal de los Mutumbajoy es un ejemplo del tipo de soluciones que pueden servirle a campesinos de la Amazonia colombiana que intentan salir de la coca, dándoles opciones económicas y al mismo tiempo garantizando que éstas, a diferencia de la ganadería extensiva, sí son ambientalmente sostenibles.

Porque en este rincón del sur del país se juntan al menos dos problemas graves. Aunque Puerto Guzmán tiene hoy 1.063 hectáreas de coca, o una octava parte de lo que tuvo hace veinte años, Putumayo sigue siendo el tercer departamento con mayor extensión de este cultivo en el país. Al mismo tiempo, el municipio donde tienen su finca ha estado de manera consistente entre los 15 con mayor deforestación en Colombia y solo en 2019 perdió 4 mil hectáreas de bosque –o 2 por ciento del total nacional talado- según el Ideam. Entre los árboles de La Esperanza se ven ya madrigueras de armadillos, una señal de que la biodiversidad está llegando a habitar el sombreado bosque.

Aunque Jenny era partidaria de tirar los documentos del reclamo, frustrada por lo que percibía como la indolencia del Estado, Pedro Pablo decidió guardarlos. Aún hoy permanecen en un estante de su casa, doblemente protegidos por un sobre de manila y una carpeta de plástico. Un letrero a mano advierte: “167 millones: cuidar este papel de Pedro”.

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El letrero con el que Mutumbajoy marcó el sobre donde guarda toda su documentación evidencia cómo se aferra aún a un reclamo que lleva siete años en un limbo. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

La policía: juez y parte

Desde el inicio de la fumigación de coca a gran escala con el Plan Colombia, la mayor asistencia militar y económica que Estados Unidos le ha dado al país en su historia, se sabía que el glifosato podía caer donde no debía. Es por esto que desde entonces se hablaba de la importancia de tener los “mecanismos más apropiados para la atención de quejas que se interpongan por posibles afectaciones”, como subraya el plan de manejo ambiental del programa desde 2003.

Su primera versión es de octubre de 2001, cuando el Consejo Nacional de Estupefacientes –una instancia de gobierno que reúne a los los ministerios a cargo de la política de drogas, a los organismos de control y a la Policía- creó el procedimiento para reportar “efectos colaterales que afecten los cultivos lícitos aledaños”.

Según esa resolución, los campesinos podrían ir donde el personero de su municipio a interponer quejas por daños a cultivos legales, máximo 60 días después de la aspersión, que serían luego enviadas a la Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional y a la ya extinta Dirección Nacional de Estupefacientes. Cada reclamo, que podía presentarse por escrito u oralmente, debía incluir la ubicación de la finca, la relación de los daños, información sobre la actividad productiva perjudicada, una copia de la escritura o prueba de posesión del predio, los datos sobre el operativo de fumigación y pruebas que soportaran la petición. Quien tuviese cultivos de coca quedaría excluido.

Prometía que sería un “procedimiento expedito”. Tenía tiempos precisos para cada etapa: la Policía Antinarcóticos tenía cinco días para comprobar si había realizado aspersiones en la zona y luego diez para hacer una visita de campo. Si concluía que había daños, los reconocería por escrito y estimaría un monto de compensación, pero si no, tenía dos días para comunicar su decisión.

En la vida real, esos tiempos resultaron ilusorios. Como muestra el archivo del caso de Pedro Pablo Moreno en el sur de Bolívar, un reclamo podía demorarse once meses en ser admitido, un año en tener una visita de campo y casi tres años en emitir una decisión de fondo.

Al final, la mayoría de las quejas ha sido negada. De 2265 quejas presentadas por campesinos en Putumayo entre 2001 y 2015, un 93,5% fue rechazada por la Policía, según una investigación de la antropóloga cultural colombo-estadounidense Kristina Lyons publicada en la revista académica Social Studies of Science. Encontró un patrón similar en el país: un 96% de 17.463 reclamos habría sido negado en ese mismo período, que corresponde a los gobiernos de Andrés Pastrana, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, según cifras de la propia Policía.

Lyons también documentó el recorrido de 70 quejas radicadas en la oficina jurídica de la alcaldía de Puerto Guzmán a partir de 2011 y concluyó que había una “sistemática denegación” de éstas. En su análisis de los reclamos, enumeró los argumentos más frecuentes para desestimar las solicitudes: entregas fuera de los tiempos legales, coordenadas incompletas, “falta de causalidad” entre operativos y daños, discrepancia de fechas y horas con registros de sobrevuelos y existencia de cocales dentro de los predios.

“El sistema no contempla la realidad de las personas fumigadas”, dijo a esta alianza periodística Lyons, quien es profesora de la Universidad de Pensilvania y lleva una década haciendo trabajo de campo en Putumayo. “Si la gente vive lejos o no tiene cómo georreferenciar su finca, queda fuera de los tiempos. Cuando hay presencia de grupos armados ilegales en la zona, que les impiden sacar fotos o llevar un GPS, su queja queda marcada como ‘desistida’. Está diseñado para obstaculizar el acceso a la justicia”. En su visión, presentar un reclamo implica una sincronización de documentos, trámites y herramientas que rara vez están al alcance de los campesinos en zonas rurales apartadas.

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Sin la ayuda de su amigo ingeniero Jorge Luis Guzmán, a Pedro Pablo Mutumbajoy le habría resultado casi imposible sacar las coordenadas geográficas precisas de su finca. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

En el caso de Mutumbajoy, sacar las coordenadas no habría sido posible sin los equipos y el tiempo de su amigo Jorge Luis Guzmán, un ingeniero de sistemas con maestría en Chile que regresó hace unos años al pueblo que lleva el apellido de su padre, el colono que lo fundó en los años setenta.

“Si Pedro Pablo no tuviera un amigo que manejara los aparatos, le habría quedado mucho más difícil la documentación. Y si viviera cuatro horas hacia adentro, a mí tampoco me habría sido posible ayudarlo”, dice Jorge Luis, quien tiene un cultivo agroforestal y lidera una escuela audiovisual para jóvenes desde la fundación familiar Itarka. A Guzmán y Mutumbajoy les tomó una semana recorrer el predio tomando fotos con el ‘tracking’ de las coordenadas, bajarlas con el software ArcGIS y asignárselas al plano de la finca en Google Earth. En total, fueron 26 horas de trabajo, según la bitácora que el ingeniero aún guarda.

Para Lyons, también resulta problemático que los equipos que evalúan las quejas suelen sobrevolar los predios y no conversan con los reclamantes. “Como no bajan a la tierra y no hablan con la gente, no puedes siquiera verificar que vinieron a evaluar los daños y tampoco tienen que mostrarte la evidencia”, dice, describiendo el aparato de investigación como opaco y arbitrario.

Ese sistema de reclamos vio algunos cambios a lo largo de los años. Una nueva resolución del Consejo Nacional de Estupefacientes de 2007 creó un formato estandarizado para que las alcaldías pudieran registrar las quejas, clarificó los tiempos de respuesta en cada una de las etapas y creó un “grupo técnico interinstitucional especial” para verificarlas, trabajo que en todo caso siguió liderando la Policía Antinarcóticos. También redujo el calendario para presentarlas a la tercera parte: en vez de 60 días desde las ‘fumigas’, como las suelen llamar los campesinos, pasaron a tener 20 para radicar su petición. Cinco años después, otra resolución amplió los tiempos a 30 días para instaurar la queja.

El problema estructural, sin embargo, permaneció constante: durante dos décadas, la Policía Antinarcóticos fue la responsable de examinar y evaluar la seriedad de las quejas presentadas contra el comportamiento de ese propio cuerpo policial. Es decir, era juez y parte.

El regaño de la Corte Constitucional

El problema resurgió durante el debate en la Corte Constitucional, a raíz de la demanda de varias comunidades afro del Chocó que pidieron respetar su derecho a la consulta previa y exigieron indemnizaciones por los daños que les causó el glifosato.

Al darles la razón en abril de 2017, la Corte subrayó tres fallas significativas en el sistema de quejas y reclamos. Primero, señaló que requisitos como la georreferenciación de los predios había sido un obstáculo para que los campesinos accedieran a la justicia. Segundo, observó que el hecho de que la Policía fuese juez y parte “no ofrece garantías de independencia e imparcialidad”. Por último, señaló que no había evidencia de que las 158 quejas que sí fueron compensadas entre 2012 y 2015 –de un universo de 3.090 solicitudes, según los datos de Antinarcóticos- hayan sido tomadas como lecciones aprendidas y condujeran a cambios.

Varias entidades coincidieron con ese diagnóstico. La Procuraduría General de la Nación advirtió a la Corte que “la dificultad de tener un equipo GPS en una zona de conflicto armado o la carencia de planos adecuados en los municipios (…) pueden generar datos errados y rechazo injusto de la reclamación”.

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La Corte Constitucional le dio la razón a entidades como la Procuraduría y a investigadores como Kristina Lyons de que exigir a los campesinos las coordenadas de sus predios, como muestra el plano de Mutumbajoy, era una carga excesiva que entorpece el acceso a la justicia. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

Kristina Lyons fue una de las personas que pidió a la Corte volver más estrictas las condiciones del sistema de reclamos. “Vale la pena preguntarse si, ante la cantidad de quejas rechazadas al nivel regional y nacional, si el mecanismo para tramitar estas quejas por daños originados en las operaciones de aspersiones aéreas con glifosato ha cumplido con los estándares constitucionales, como el derecho al debido proceso administrativo y la protección a los sujetos de especial protección constitucional como son las comunidades indígenas, campesinas y afro-descendientes”, le dijo a los magistrados durante una audiencia pública de seguimiento al fallo en 2019.

Como ejemplo de esas fallas en el debido proceso, Lyons les relató la historia de Pedro Pablo Mutumbajoy y del limbo en el que, pese a los errores administrativos de la Policía, quedó su queja.

Más allá de los casos individuales, las fallas en estos canales de comunicación, la inexistencia de una instancia independiente para decidir los casos y la falta de respuestas transparentes podría estar debilitando la percepción que tienen sobre el Estado los campesinos en zonas cocaleras. “En la medida en que las instituciones no cumplen las expectativas de los ciudadanos sobre aquello para lo que fueron creadas, eso contribuye a minar su legitimidad, porque en últimas construimos confianza por resultados”, dice Miguel García Sánchez, profesor de la Universidad de los Andes que hace una década investigó la relación entre el negocio de la droga y la cultura política local. Su conclusión fue que la erradicación -y en particular la aspersión- tienen consecuencias negativas en la participación y confianza ciudadanas en las instituciones.

Esta alianza periodística solicitó a la Policía Antinarcóticos información sobre el estado de los reclamos de los Moreno y los Mutumbajoy, pero a la fecha de publicación no había respondido las peticiones.

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Los árboles que ha sembrado Mutumbajoy en La Esperanza, al tiempo que le dan sustento económico a futuro, cumplen las funciones de almacenar carbono y recuperar el bosque. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

La burocracia frustra al otro Pedro Pablo

El campesino de idéntico nombre, Pedro Pablo, pero de distinto apellido, Moreno, duró una década dando una pelea administrativa similar por una fumigación errada sobre sus cultivos en el otro extremo del país. Al igual que su tocayo putumayense, Moreno tampoco logró una respuesta de fondo a su queja.

No lo consiguió pese a que figuras tan respetadas como el sacerdote jesuita Francisco de Roux –hoy presidente de la Comisión de la Verdad y en esa época un conocido promotor de proyectos económicos y de reconciliación en el Magdalena Medio- le escribieron hasta a la entonces primera dama Lina Moreno, esposa del presidente Álvaro Uribe, exponiendo un caso que veían como una injusticia.

El 12 de junio de 2003, Moreno fue al pueblo de Simití a radicar su queja. En el documento, que el campesino llenó a mano y que luego el personero municipal pasó a máquina de escribir, quedaron pocos detalles del suceso pero sí un relato pormenorizado de sus consecuencias y su solicitud de indemnización.

A mediados de mayo, denunció Moreno, aeronaves asperjaron su finca La Morena en la vereda Humaderita de Simití, una zona de difícil acceso ubicada en medio de ciénagas y humedales interconectados que hacen que esa zona del Magdalena Medio sea una de las mejores exponentes de lo que los científicos llaman ‘la Colombia anfibia’. Era la época en que, en el marco del Plan Colombia, el gobierno de Estados Unidos financiaba el programa de aspersión y empresas de ese país como DynCorp eran contratadas para llevarlas a cabo.

“Le hago saber que estos son los daños causados por la fumigación”, escribió Pedro Pablo, “afectando más de 30 años de patrimonio que con esfuerzo se ha trabajado con la familia hemos conseguido”. Acto seguido, presentó el catálogo de pérdidas: 6 mil palos de yuca, 200 ñames, 300 mafafas, 300 plátanos, cinco hectáreas de maíz y dos y media de arroz, 300 cañas de azúcar, 20 piñas, 50 árboles de aguacate y 100 de cítricos, además de cuatro hectáreas de maderables, 15 de pasto braquiaria y el jardín de su casa.

En este punto parecería haber un bache en el archivo que guardó Pedro Pablo –cuya copia le entregó al Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (Cajar) y que esta alianza periodística revisó- porque no hay ningún documento durante un año entero. Quizás nunca lo hubo porque, en julio de 2004, Moreno envió un derecho de petición a la Policía Antinarcóticos y a la Dirección Nacional de Estupefacientes preguntando si había avances en su caso. “Yo soy una persona temerosa de Dios y espero en él que usted tome la mejor decisión”, les escribió.

Probablemente nunca se enteró de que la Policía sí había admitido su queja en mayo, casi un año tras presentarla, según se desprende de documentos posteriores. Este hecho devela la pobre comunicación de la entidad con quienes presentaban quejas formales por su actuación.

En febrero de 2006, casi tres años después de la fumigación por la que se quejó Moreno, la Policía Antinarcóticos finalmente tomó una decisión: pese a confirmar que el 26 de mayo de 2003 sí hubo operativos de aspersión en Simití, el coronel Henry Gamboa –jefe del área de erradicación- anunció que la queja “no procedía”.

Según el acta que envió al personero local, la policía hizo una “visita de campo” al predio entre el 18 y el 22 de agosto del año anterior. “Se encontraron varios lotes con coca en medio del bosque nativo que fueron objeto de aspersión aérea”, decía el reporte de Antinarcóticos. “Estos se encuentran mezclados con algunas matas de plátano y yuca, deforestación continua para nuevas siembras, razón por la cual el grupo decidió rechazar la queja al haberse encontrado presencia de remanentes de plantaciones de coca mezclados con cultivos lícitos de pancoger”. Tras categorizar su finca como un “cultivo mezclado” -o “aquella siembra que presenta plantas lícitas e ilícitas”-, rechazaron el reclamo y ordenaron su archivo.

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Las fumigaciones en las fincas de los dos Pedro Pablo, cuyas familias se dedicaron una a los árboles maderables nativos y la otra al cacao, ejemplifican como soluciones productivas y ambientalmente sostenibles en zonas cocaleras enfrentan muchos obstáculos incluso desde el propio Estado. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

Sin embargo, esto tampoco llegó a oídos de Moreno. Medio año después de la carta de Gamboa y el día en que se cumplía un año exacto de la visita que la Policía dijo haber hecho a su predio, Pedro Pablo envió una carta a Antinarcóticos preguntando por su caso.

En su misiva de agosto de 2006, enviada con el membrete de la personería de Simití, Moreno expresó al coronel Gamboa su extrañeza por los avances que tuvo su caso desde hacía un año, pues ellos no habían sabido de ninguno de ellos. Le contó que se quedaron esperando la visita al predio y que, tras preguntarle al mayor Edgar Efrén Pérez, él les dijo que ya había ocurrido un año atrás. También le dice haberse recién enterado del cierre del caso. “No sabíamos nada de la decisión tomada por ustedes, porque el señor personero municipal de Simití, por seguridad, no puede enviar a esta zona y el único medio con que cuenta es la emisora comunitaria y ninguna persona conocida nos había informado al respecto”, escribió, revelando las fallas en la notificación a quienes interponían quejas.

Pero, por encima de todo, Pedro Pablo Moreno se mostró perplejo y molesto por la conclusión de la Policía de que había coca en su terreno. “Se nos hace extraño que ustedes manifiesten que en nuestra finca habían vestigios de cultivos ilícitos, donde nosotros somos una familia cristiana temerosa de Dios y que nunca nos hemos mezclado con negocios de narcotráfico porque esto atenta con nuestros principios religiosos”, escribió. Insistió en que no tenían ninguna información de la visita de verificación de la Policía, por lo que les solicitó una copia del acta de la visita y datos sobre quién los recibió en el predio.

No había pasado siquiera un mes desde su queja por el reclamo cuya respuesta no conocieron, cuando los Moreno se vieron inmersos en otro operativo de fumigación. El 19 de septiembre de 2006, a eso de las 2:10 de la tarde, dos aeronaves de la Policía Antinarcóticos sobrevolaron la finca La Morena y por segunda vez dejaron caer glifosato, según el relato que hizo Pedro Pablo en su carta a la Policía Antinarcóticos.

Esta vez, añadió una nueva preocupación: había recibido un crédito de 5 millones de pesos (unos 2100 dólares en aquel entonces) del Banco Agrario. “Al ser fumigada mi finca, ¿cómo le voy a pagar al banco?”, le preguntó al coronel Gamboa.

Quizás frustrado por la falta de respuestas claras en su primer reclamo, esta vez al campesino de Simití lo acompañó un grupo variopinto de conocidos que escribió a las autoridades con testimonios de su talante. Quince vecinos recalcaron que, en sus palabras, “esta finca no ha tenido cultivos ilícitos” y respaldaron un cuadro que describía la nueva estela de daños: 120 palos de cacao, árboles de aguacate, mango y cítricos, matas de bore y yuca y una treintena de maderables nativos. El reverendo Andrés Marimón, pastor de la Iglesia Cristiana Cuadrangular de Pozo Azul, escribió al coronel Gamboa de Antinarcóticos para dar fe de que Moreno era feligrés suyo y que “nunca ha trabajado con cultivos ilícitos”. Y los integrantes de la junta de acción comunal, a la que pertenece Pedro Pablo, pidieron al personero corroborar que en La Morena no había coca.

Una semana después, el entonces personero Juan Carlos Torres viajó a La Morena, a unas dos horas del pueblo. Como resultado de esa visita, expidió un acta en donde certificó que su dueño “no tiene en su finca ningún cultivo ilícito y que los daños causados por la fumigación anteriormente son muy ciertas”.

Nada de esto pareció llevar a la Policía a revisar su postura. El 24 de octubre, un mes después de la segunda fumigación denunciada por Moreno, Antinarcóticos respondió a su carta sobre la primera. En ella, el coronel Gamboa reiteró el diagnóstico de su visita y culpó al personero de Simití de cualquier demora en la notificación. “Se concluyó que las coordenadas son las mismas que se visitaron (…), razón por la cual se mantendrá lo decidido por parte del grupo de quejas”, remató.

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Campesinos como Pedro Pablo Mutumbajoy señalan que, aún ocho años después de la fumigación, hay secuelas visibles como árboles cuyo diámetro es la mitad de aquellos que no fueron rociados con glifosato. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

Subiendo el caso a la primera dama

Ante la poca disposición de Antinarcóticos de revaluar su rechazo, la familia Moreno cambió de estrategia: empezó a enviar cartas y buscar reuniones con diversas instancias del gobierno de Álvaro Uribe, incluida su esposa –y tocaya de apellido- Lina Moreno.

Lo hicieron con apoyo del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, un experimento que ha promovido decenas de proyectos de economía campesina y créditos asociativos -como alternativas económicas en medio de la guerra- en una zona de 30 mil kilómetros cuadrados que abarca 29 municipios rurales de Santander, Cesar, Antioquia y Bolívar, incluyendo el rincón de Simití donde los Moreno viven.

En febrero de 2007, uno de los hijos de Pedro Pablo escribió una carta de tres páginas al Ministro del Interior Carlos Holguín Sardi pidiéndole una revisión del proceso. En ella, Javier Elías Moreno le contó la historia de su queja frustrada y de la segunda fumigación, pero también la retorcida manera cómo la familia se enteró de las decisiones administrativas tomadas en su contra. Según su relato, Elías aprovechó una invitación que le hicieron a Cimitarra (Santander) en julio de 2006, como parte de un grupo de líderes sociales del Magdalena Medio, para llevar su archivo personal. Allá le presentaron a la primera dama Lina Moreno, quien tras oír su caso lo conectó enseguida con el ex congresista Luis Alfonso Hoyos, quien entonces dirigía la Agencia Presidencial para la Acción Social que agrupaba los programas sociales del gobierno. Fue Hoyos quien le ayudó, vía fax, a conseguir la decisión de Antinarcóticos en su contra.

“Pedimos ya no solo porque se nos reconozcan los daños causados en la parte económica, sino por la dignidad de nuestra familia que nos resuelvan el caso lo más pronto posible y que se retracten de las afirmaciones de que somos cocaleros, pues esto nos va a traer consecuencias más graves que la fumigación, como es la expropiación y la amenaza de grupos armados a nuestra familia”, imploró Moreno al ministro, apenas un mes antes de que éste firmara la resolución que fijó tiempos más perentorios a la evaluación de los reclamos.

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En la carta, le contó a Holguín Sardi que ellos creían que la Policía nunca inspeccionó el predio y que jamás les proporcionó copia del acta. Le dijo que ellos creían que Antinarcóticos tenía coordenadas erradas del predio, porque Fupad – una ong afiliada a la OEA con la que trabajaron- lo había georreferenciado y estableció que la coca en predios vecinos estaba a 500 a 800 metros de distancia. Le explicó que, en una entrevista con el coronel Gamboa en la base aérea de Catam en Bogotá, éste adujo que la Policía no tenía su segunda queja, que no había recibido su pedido del acta y que solo procedía interponer una demanda legal. Y que prometieron organizar un nuevo sobrevuelo para evaluar la segunda queja, en el cual Javier solicitó que la familia pudiese estar presente.

“Si nosotros que hemos resistido a los ataques de la guerrilla (nos han matado dos hermanos), de los paras (pues nos amenazaron y nos robaron las pocas vaquitas adquiridas en 40 años de trabajo de mi padre y nos señalaron de guerrilleros, teniendo que desplazarse otro hermano), ahora es el mismo Estado el que nos va a desplazar con otra fumigación”, cerró su carta, que envió con copia a la primera dama y a Hoyos.

Seis meses después, el padre Francisco de Roux -fundador del Programa de Desarrollo y Paz- también intercedió por los Moreno. En agosto de 2007, envió una dura carta al coronel Gamboa expresándole su “enérgica protesta por el trato” del policía antinarcóticos a Javier Elías en una segunda reunión realizada unas semanas atrás, esta vez en el Ministerio de Agricultura, de la que él y su mano derecha Miriam Villegas fueron testigos.

Según el sacerdote jesuita, ese día el máximo responsable de la atención a los reclamos “trató al campesino de mentiroso” y lo culpó de los costos de los dos sobrevuelos, por haberles supuestamente entregado coordenadas erróneas. De Roux les reclamó que, pese a las certificaciones de varios terceros que recorrieron la finca sin encontrar coca, la Policía Antinarcóticos no quiso siquiera contarle a Elías Moreno qué habían concluido en el segundo sobrevuelo, en el que éste los había acompañado.

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Uno de los árboles de tara amarillentos cuya foto Mutumbajoy adjuntó a su demanda. Foto: Pedro Pablo Mutumbajoy / Fundación Itarka

“Usted bien sabe que este campesino ha gastado plata de donde no la tiene para hacer viajes a Bogotá buscando todo tipo de certificaciones y muchas entrevistas”, dijo el padre de Roux en la carta en que también copió a la primera dama y en la que les pidió que, al menos, le permitieran “rehacer su buen nombre”. Pero, a pesar de la carta del sacerdote y del “ruego especial de una revisión del caso” de Sandra Devia, directora de asuntos territoriales y orden público del Ministerio de Interior, el caso durmió el sueño de los justos en la Policía Antinarcóticos. En palabras de Pedro Pablo, ésta “cerró el caso sin darnos derecho a réplica u otra oportunidad de defendernos”.

“De nada de eso tuvimos respuesta. Yo no seguí insistiendo después de eso porque se notó que no tenían interés”, cuenta Elías Moreno, hoy, a los casi 19 años de la queja original.

La segunda vez que los fumigaron los Moreno tuvieron mayores pérdidas. Para esa época eran parte, a través de su madre Jóvita Espinosa, de un proyecto productivo de cacao gestionado por la cooperativa local Asocazul, apoyado por el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio y financiado parcialmente por un crédito bancario. Después de que varios de los beneficiarios fuesen fumigados y que sintieran que sus quejas nunca fueron atendidas, una treintena de ellos se unieron en 2013 para presentar –con apoyo del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (Cajar)- una acción de grupo en la que exigen al Estado colombiano indemnizarles por los daños, como contó Agencia Baudó en este reportaje.

“Al campesino de a pie que coloca su queja no se le escucha. No hay apoyo del Estado nacional, pero tampoco de las administraciones locales. Muchas veces nos tocó ponerles transporte [a los predios] o nos decían que no podían ir por orden público, cuando no es un favor sino su deber”, dice Esther Julia Cruz, campesina y representante legal de Asocazul.

Tras ocho años y un fallo adverso de primera instancia en el Tribunal Administrativo de Bolívar, su demanda finalmente llegó al Consejo de Estado. Teóricamente se debería fallar pronto, ya que en marzo del año pasado esa misma corte decidió una solicitud de prelación a favor de los campesinos, dado que varios son de edad avanzada o están enfermos.

De hecho, su mamá Jóvita murió hace ocho meses, a punto de cumplir 80 años y esperando esa sentencia. Su papá Pedro Pablo, que aún vive en La Morena, tiene 81.

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Casos como el de Mutumbajoy y Moreno evidencian como el Estado colombiano no ha ofrecido a los campesinos que reclaman por daños ocasionados por la aspersión un acceso oportuno y eficaz a la justicia. Foto: Andrés Bermúdez Liévano.

Al igual que su tocayo de Simití, Pedro Pablo Mutumbajoy también depositó su confianza en un abogado. Como no recibió noticias de la Policía Antinarcóticos desde 2014, aceptó la oferta de un veterano político, el ex gobernador encargado Fabián Belnavis, de representarlo legalmente a él y a una veintena de campesinos de Puerto Guzmán a cambio de una comisión sobre cualquier indemnización pagada. Seis años después, sin embargo, Mutumbajoy dice no haber vuelto a oír de él. Consultado por el estado del proceso, Belnavis le dijo a esta alianza periodística que la acción de grupo que presentó en 2015 fue rechazada por el Tribunal Administrativo de Nariño.

Pedro Pablo sigue, en todo, caso insistiendo en que no tenía coca cuando lo asperjaron. “No sé si habrían hecho la visita satelitalmente, pero tienen que tener una imagen que pueden sacar en una pantalla. A mí no me han mostrado esas imágenes que tenemos cultivos de coca”, dice Mutumbajoy, mientras recorre el bosque privado con el que cambió su vida.

Si en los siete meses de gobierno que le quedan, Iván Duque aún quiere insistir en resucitar la fumigación con glifosato, aún cuando la política de drogas de Estados Unidos hacia Colombia viene cambiando bajo Joe Biden y ya no menciona la aspersión aérea, deberá probar que existe un mecanismo efectivo que pueda responder a los reclamos de los campesinos que sufren los efectos colaterales en sus fincas.

En abril de este año, su gobierno dio los primeros pasos hacia un vuelco en el procedimiento de quejas. A partir de ahora, según planteó un decreto presidencial, serán distintas entidades del gobierno las que las evaluarán según la naturaleza del daño reportado. En el caso de afectaciones a cultivos lícitos ya no será la Policía Antinarcóticos, sino el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA) que vela por los estándares fitosanitarios del país, mientras que el Fondo Nacional de Vivienda examinará los daños a casas o edificaciones.

Aunque ya no habrá una parte que actúa también como juez, el gobierno deberá en todo caso probar que el mecanismo remodelado realmente escuchará las voces de los campesinos y les responderá dentro de tiempos razonables.

“Yo me siento frustrado. No sienten las necesidades del trabajo que uno hace. Uno está aportando a la sociedad: esos árboles están capturando el CO2. No es un beneficio para mí no más, sino para todos”, dice Pedro Pablo de Putumayo, que tiene sus metas puestas en que bosques como el suyo puedan recibir pagos por servicios ambientales. Con orgullo cuenta que hace dos años vinieron dos estudiantes de la universidad francesa de Rennes 2 a medir cuánto carbono almacena su bosque.

“El daño fue verídico, pero respuesta satisfactoria no hubo. Fue la negación de la queja. Así se quedó”, dice.

Una Guerra Adictiva es un proyecto de periodismo colaborativo y transfronterizo sobre las paradojas que han dejado 50 años de política de drogas en América Latina, del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Dromómanos, Ponte Jornalismo (Brasil), Cerosetenta y Verdad Abierta (Colombia), El Faro (El Salvador), El Universal y Quinto Elemento Lab (México), IDL-Reporteros (Perú), Miami Herald / El Nuevo Herald (Estados Unidos) y Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP).

Fumigation with no right to protest

The return of aerial spraying of glyphosate over coca fields, which President Iván Duque wants to accelerate before leaving office, will depend on whether his government can meet several requirements set by the Constitutional Court. One of these is having an effective mechanism to process complaints from farmers whose legal crops have been sprayed by mistake. The story of how the claims filed by Pedro Pablo Mutumbajoy and Pedro Pablo Moreno went unanswered under two different administrations reveals that the Colombian state has so far lacked such a mechanism.

Andrés Bermúdez Liévano - CLIP

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Portada de Donají Marcial - Dromómanos

Paradox

The eternal return to spraying with glyphosate

December / 09 / 2021

Pedro Pablo Mutumbajoy’s lands were fumigated three times: the first two times, at the turn of the century, he had coca on his farm, but the last time he did not.

In September 2013, this farmer from Putumayo - on Colombia’s southern border - was tending to his agroforestry project of native trees such as simarouba or cedrorana, which he had carefully planted, planning to make a living from their wood later on. That was —and still is— his attempt at a livelihood away from coca.

A month after Anti-Narcotics Police planes flew over his farm spraying glyphosate over his productive forest, Mutumbajoy went to the mayor’s office in Puerto Guzmán and filed a complaint. In it, he asked the Colombian state to assess the damage to his legal crop. As evidence, he attached photos and asked for financial compensation for the loss of 350 young trees. According to this 48-year-old farmer with a subdued voice but a determined character, the damage represented one-sixth of the trees he had planted over the previous nine months.

Four months later, in February 2014, he received a response: his complaint “did not proceed” because the police claimed not to have found agricultural crops on his land, but coca instead. Not a word was said about his forestry project, which for the state did not fit the description of a crop. Mutumbajoy appealed, but the Police rejected it on the grounds that it had been filed late. A clerical error and a holiday counted as a working day were enough to place him outside the legal timeframe and meant that his case would not be further examined. He has not heard anything new about his claim until today.

1,072 kilometers from the Mutumbajoy farm, another Pedro Pablo has been in a similar ordeal for an even longer time. For four years he tried to get an answer from the state about the double spraying of his farm - first in 2003 and then in 2006 - in Simití, in southern Bolivar, an area of abundant swamps and wetlands in the middle stretch of Magdalena River.

Moreno claims never to have had coca, but Anti-Narcotics police insisted otherwise - although they never showed him the record of the visit where they detected it. Neither a meeting with First Lady Lina Moreno, wife of then President Alvaro Uribe, nor conversations and letters with several high-ranking government officials, were enough to get Pedro Pablo a substantive answer from the National Police, beyond legal technicalities.

The cases of the two Pedro Pablos illustrate the Kafkaesque labyrinth faced by hundreds of farmers over the past two decades when petitioning the state to assess material damages caused by aerial spraying, which has been Colombia’s main strategy to curb coca crops, from which the alkaloid to make cocaine is obtained. The United States has provided political support, resources, equipment and even civilian contractors for it. To further complicate matters (and their cases), the Colombian police who fumigated their lands were also the judges deciding the validity of their claims.

The state’s lack of response to those affected by damages to legal crops due to aerial spraying of glyphosate takes on special significance at a time when this debate, which marked Colombia’s anti-drug policy for nearly two decades, is once again on the table. Seven months away from the end of his term, President Iván Duque insists on reviving aerial fumigation to eliminate the country’s coca fields. According to the latest annual census by the United Nations Office on Drugs and Crime (UNODC), by the end of 2020 there were 143,000 hectares of the crop in Colombia.

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Pedro Pablo Mutumbajoy shows his personal file with the documents of his complaint. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

To do so, his administration will have to prove that spraying bears no impact on the health of surrounding communities or on the environment, as a 2017 ruling of the Constitutional Court requires. This tightening of the rules was the result of an international debate on the possible negative effects of glyphosate on human health. The debate had intensified in recent years particularly since the International Agency for Research on Cancer (IARC) - the research arm of the World Health Organization (WHO) - reclassified it in 2015 as a probably carcinogenic substance, leading Duque’s predecessor Juan Manuel Santos to preemptively suspend its use for spraying coca fields.

Although public attention has focused on the conditions regarding human health and the environment, another necessary legal condition - and one that has had far less visibility - is having a robust system for dealing with complaints. In the ruling, the country’s highest court ordered the government to ensure “comprehensive, independent and impartial grievance procedures linked to risk assessment”.

Judging by the cases of Mutumbajoy, Moreno and other farmers over the last decade, the Colombian state has failed to this date to implement such a system.

The long wait of the Mutumbajoys

Of the three times his farm La Esperanza was fumigated, it was the third which really took Pedro Pablo Mutumbajoy’s hopes away.

Shortly after lunch, between 2:30 and 3:00 in the afternoon on September 16th 2013, Antinarcotics police aircrafts flew over the rural hamlet of El Trébol, 2.5 kilometers from the town of Puerto Guzmán. After seeing the effects of the spraying, Pedro Pablo went to the local ombudsman and, after learning what documents were needed for filing a formal complaint, he prepared his file, which this journalistic alliance studied.

With the help of an engineer friend, he made a survey, with precise geographic coordinates, of his farm and of the quarter hectare of affected crops. He asked the secretary of agriculture of the municipality for an approximate appraisal of the losses, which he valued - using the commercial prices of the five woods present there - at 160 million pesos (about 83 thousand dollars at the time). He attached photos of his simarouba trees - called ‘taras’ in Putumayo and bitterwood or paradise tree in the timber world - yellowed by the chemical, as well as of healthy individuals from the same forest. He enlisted the donation contract through which his mother had ceded him a six-hectare plot of the family farm where the Mutumbajoys were raised.

On the afternoon of October 15th, Pedro Pablo filed his complaint with the mayor in charge, who referred it to Antinarcotics. “On September 16th, the forest plantations were fumigated by light aircraft,” the complaint succinctly states.

Three weeks later, Antinarcotics admitted the claim and at the end of November opened the evidentiary stage and ordered a verification visit to La Esperanza. A month and a half later, on January 14th 2014, the police claimed to have inspected Mutumbajoy’s property - although he never saw them.

With this information, on February 25th, the police made their final decision on the case: that Pedro Pablo’s claim “did not proceed”. According to the order signed by Colonel Guillen Alexander Amaya, “the presence of illicit coca crops was found in the coordinates (polygon) provided in the complaint” but, on the other hand, no evidence “of affectation due to spraying operations, since the spraying line was outside the polygon reported by the plaintiff”.

While assuring that there was coca in La Esperanza, Antinarcotics denied that the Mutumbajoys had an agroforestry project. In his decision, on two occasions, Colonel Amaya stressed that “there is no evidence of the agricultural implementation reported in the complaint,” but that, instead, “native forest was observed in good condition” - exactly what Pedro Pablo had told them he had planted and where he had denounced the damage to 350 saplings.

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Mutumbajoy shows the photos he took of the glyphosate damage to his native timber trees, which had been planted eight months before they were sprayed. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

The evidence used by the police to argue that there was no glyphosate damage revealed their own ignorance of the sustainable economic activities recommended for the Amazon by the national government itself, to counter extensive agriculture or cattle ranching.

A month later, on March 26th, Pedro Pablo lodged an appeal. “On my farm there isn’t a single coca bush, nor are there timber crops mixed with coca, there is no objectivity. Because while it is true that around my farm there are neighbors who grow coca, that does not happen on my land,” he wrote to Colonel Mario Gilberto Vargas, asking for a new visit that never came.

“There are indeed timber crops on the farm and they were affected by glyphosate. I reiterate the need to verify on the ground what I have told you,” he insisted. To this day, he swears that the coca was in an adjoining property, a hundred meters from his trees, but not in his.

Two months passed without any answer from the police. Finally, on June 10th and a week after a right to petition from Mutumbajoy asking for news, another letter arrived from Antinarcotics. Without going into details about his claim, they announced bluntly: the appeal was not granted because “it was not filed within the legal timeframe”. According to the Police, seven days had passed since he had been notified of the decision: two more than he had to request a review. Consequently, his case would be archived.

However, the Police’s math was wrong. Three annotations in the right-hand corner of the letter Colonel Vargas sent to Mayor Edison Gerardo Mora, asking to notify the plaintiff, reveal a first mistake. “I delivered this document to Mr. Pedro Pablo Mutumbajoy on 18/03/2014”, says an inscription in black pen, above the seal of municipality’s legal office -with the same date- and the confirmation from the farmer. That is, Pedro Pablo was notified a day after what Antinarcotics said.

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The police denied Mutumbajoy's appeal arguing that he was notified of the decision on March 17th, but the notification document shows that it was on the 18th. With that day and a holiday that was not counted as such, his appeal was turned down.

This anomaly was followed by another: March 24th was a holiday in commemoration of San José and one of the ten holidays in the year that are moved to Monday to make a long weekend, or ‘puente’ in Colombian jargon. Therefore, it was not a working day.

Those two mistakes, those two days, meant that Mutumbajoy’s application had not come seven days later, but five. It was well within the timeframe.

Ironically, at the same time that Mutumbajoy’s complaint was getting lost in the bureaucratic maze, the government of Juan Manuel Santos was in Havana negotiating the drug policy chapter of the Peace Accord, which stresses that farmers are one of the weakest links in the drug trafficking chain, prioritizes coca substitution to provide them with solutions, and keeps aerial spraying only as a last resort.

Government negotiators and FARC guerrillas first sat down to discuss the issue on November 28th 2013, the same day the police ordered a visit to Pedro Pablo’s farm. In mid-May, the two sides announced that they had reached an agreement on the issue, the third on the road that would lead to the final handshake and disarmament of the oldest guerrilla group in the Americas. Only three weeks later, Mutumbajoy’s appeal was flatly denied, with no right to protest.

A second hope

La Esperanza (Hope) was a coca field for almost two decades. It was already so in 1990, when the Mutumbajoy family - of indigenous roots and originally from the Inga reservation of Yunguillo, on the mountainous border between Cauca and Putumayo - bought the farm.

They lived off coca for thirteen years, growing yucca and plantain for their daily living. “We grew it together. It would be a lie to say that people didn’t live off coca,” says Pedro Pablo. At that time Puerto Guzmán, located on the banks of the Caquetá River, had large extensions of coca crops: in 1999, it peaked at almost 8,000 hectares and ranked sixth in Colombia, according to UN data.

After the first two fumigations, which the family dates to the same week in 2003, the Mutumbajoys tried to plant other crops without success. The plantain, they say, grew a meter and then dried up, the yucca turned yellow and the corn never grew. They attributed this to the poor quality of the soil, degraded both by the glyphosate that fell from the sky and by the dozens of agrochemicals - organophosphates, copper oxychloride, carbendazim, paraquat and glyphosate - that they sprayed on the coca. In the end, they left the land abandoned for seven years.

Eventually they returned to try something different in 2010. Pedro Pablo attributes this transition, in equal parts, to the negative memory left by the fumigation, to an idea he saw on Professor Yarumo’s television program which he never missed, and to the financial calculations that seemed to make it possible. He would plant native timber trees.

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Mutumbajoy with one of the cedrorama saplings he planted a few weeks ago in La Esperanza. Photo: Andrés Bermúdez Liévano

“Changes are always about numbers,” he says, sitting in his wooden house in town as he reminisces about his own changes. He recounts that when they came to the farm where he grew up, there was a small, half-meter simarouba tree that two decades later yielded 15 pieces of wood. He did the math in his head: if each thick plank was paid at 15 thousand pesos, he could - after two decades - collect more than 300 thousand pesos per tree. Another calculation was on his mind: in his childhood wood was collected in the vicinity of Puerto Guzmán, but for the last decade it was being brought from four hours away.

They had no support. Perhaps because it was not an immediate transition from coca to a licit activity, perhaps because the Colombian state has historically had a very narrow vision of what a productive project is, or perhaps because coca substitution is among the areas with the smallest allocations of money in Colombia’s drug policy. The 2010 anti-narcotics budget, the last one made public and almost simultaneous to Pedro Pablo’s first attempts to plant timber, shows that for every peso invested in alternative development initiatives, 11.5 went to drug supply reduction, in which fumigation was always the preferred strategy.

So in the words of Pedro Pablo, the planting and care were carried out “with our own sweat”. They asked for a loan from the Agrarian Bank, but they were denied it because they did not have the deed to the land but only an informal possession, as is common in Putumayo and much of the Colombian countryside.

“Planting the trees was a hell of a job: first making the seedbed, taking care of the seedlings like a pretty girl, planting them with all the love so that they come and fumigate them without even knowing what it is they’re spraying. It is unfair, because it was a change of life from coca to trees,” says his wife Jenny Vargas. It was not easy for her. For years she was skeptical that they could make a living from the wood. “I didn’t think there was any point planting trees: how many years before I get results? I saw it as throwing a stone into the river,” she says, while cooking a stew for lunch

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Jenny Vargas initially doubted her husband's plan to plant timber. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

Eight years after the fumigation, almost twenty years after giving up coca, the Mutumbajoys’ farm looks like a botanical garden: they estimate that there are about 10,000 trees. All are native to the Amazon basin, all are a source of valuable wood for furniture and flooring, but can be felled without damaging the forest.

There are cedroranas and simaroubas that grow quickly, a matter of two or three decades, while others - such as oaks and caro caros - will take more than half a century. Pedro Pablo moves around La Esperanza pointing them out by heart: royal laurels, sorva-da-matas, jaboty and copaias, plus wild palms of asaí, milpeso and canangucha whose fruits he will also be able to harvest.

The Mutumbajoys’ personal experiment is an example of the kind of solutions that can serve farmers in the Colombian Amazon who are trying to get out of coca, giving them economic options and at the same time ensuring that these, unlike extensive cattle ranching, are environmentally sustainable.

In this corner of the south of the country, at least two serious problems come together. Although Puerto Guzman today has 1,063 hectares of coca, or one-eighth of what it had twenty years ago, Putumayo remains the department with the third largest extension of this crop in the country. At the same time, the municipality where the Mutumbajoys have their farm has consistently been among the 15 with the highest deforestation rates in Colombia and in 2019 alone lost 4,000 hectares of forest - or 2% of the national total cleared - according to the country’s meteorological agency. Among the trees of La Esperanza armadillo burrows are already visible, a sign that biodiversity is inhabiting once more the shady forest.

Although Jenny was in favor of throwing away the petition documents, frustrated by what she perceived as indolence from the state, Pedro Pablo decided to keep them. They still remain on a shelf in his house, doubly protected by a manila envelope and a plastic folder. A handwritten sign warns: “167 million: take care of these papers of Pedro’s”.

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The sign with which Mutumbajoy marked the envelope where he keeps all his documentation is evidence of how he still clings to a claim that has been in limbo for seven years. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

The police: judge and jury

Since the beginning of large-scale coca fumigations with Plan Colombia, the largest military and economic assistance plan from the United States in the country’s history, it was known that glyphosate could fall where it shouldn’t. For this reason, since the very beginning there had been talk of the importance of having the “most appropriate mechanisms for dealing with complaints filed for possible damages”, as underlined in the environmental management plan of the program since 2003.

Its first version dates back to October 2001, when the National Narcotics Council - a government body that brings together the ministries in charge of drug policy, control agencies and the Police - created the procedure for reporting “collateral effects that affect neighboring licit crops”.

According to that resolution, farmers could go to the ombudsman of their municipality to file complaints about damages to legal crops within 60 days after spraying, which would then be sent to the National Police’s Antinarcotics Directorate and to the now defunct National Narcotics Directorate. Each claim, which could be presented in writing or orally, had to include the location of the farm, a list of the damages, information on the productive activity that was harmed, a copy of the deed or proof of possession of the property, data on the spraying operation and evidence supporting the request. Those who had coca crops would be excluded.

It promised that it would be an “expeditious procedure”. It outlined precise timelines for each stage: Antinarcotics Police had five days to check if spraying had been carried out in the area and then ten days to make a field visit. If it concluded that there was damage, it would acknowledge it in writing and estimate an amount of compensation, but if not, it had two days to communicate its decision.

In real life, those timelines proved to be unrealistic. As the case file of Pedro Pablo Moreno in southern Bolivar shows, a claim could take eleven months to be admitted, a year to have a field visit and almost three years for a substantive decision to be issued.

In the end, most complaints have been denied. Of 2265 complaints filed by farmers in Putumayo between 2001 and 2015, 93.5% were rejected by the police, according to an investigation by Colombo-American cultural anthropologist Kristina Lyons published in the academic journal Social Studies of Science. She found a similar pattern in the rest of the country: 96% of 17,463 claims were denied in that same period, corresponding to the administrations of Andrés Pastrana, Álvaro Uribe and Juan Manuel Santos, according to figures from the Police itself.

Lyons also documented the path of 70 complaints filed in the legal office of Puerto Guzmán city hall from 2011 and concluded that there was a “systematic rejection” of these. In her analysis of the complaints, she listed the most frequent arguments for rejecting the requests: applications outside the legal timeframe, incomplete coordinates, “lack of causality” between operations and damages, discrepancy of dates and times with overflight records, and the existence of coca fields within the properties.

“The system does not contemplate the reality of the people whose lands are fumigated,” Lyons, who is a professor at the University of Pennsylvania and has been doing field work in Putumayo for a decade, told this journalistic alliance. “If people live far away or do not know how to geo-reference their farm, they are left out. When there is presence of illegal armed groups in the area that prevent them from taking photos or carrying a GPS, their complaint is marked as ‘abandoned’. It is designed to hinder access to justice.” In her view, filing a complaint involves a synchronization of documents, paperwork and tools that are rarely available to farmers in remote rural areas.

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Without the help of his engineer friend Jorge Luis Guzmán, Pedro Pablo Mutumbajoy would have found it almost impossible to get the precise geographical coordinates of his farm. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

In Mutumbajoy’s case, getting the coordinates would not have been possible without the equipment and time of his friend Jorge Luis Guzmán, a systems engineer with a master’s degree in Chile who returned a few years ago to the town that bears the surname of his father, the settler who founded it in the 1970s.

“If Pedro Pablo didn’t have a friend who operated the equipment, he would have had a much harder time with the documentation. And if he lived four hours inland, I wouldn’t have been able to help him either,” says Jorge Luis, who runs an agroforestry farm and leads an audiovisual school for young people from the Itarka family foundation. It took Guzmán and Mutumbajoy a week to go through the property taking pictures while ‘tracking’ the coordinates, downloading them with ArcGIS software and assigning them to the plan of the farm on Google Earth. In total, it was 26 hours of work, according to the log that the engineer still keeps.

For Lyons, it is also problematic that the teams that evaluate the complaints usually fly over the properties and do not talk to the plaintiffs. “Because they don’t go down to the ground and don’t talk to people, you can’t even verify that they came to assess the damage, and they don’t have to show you the evidence either,” she says, describing the investigative apparatus as opaque and arbitrary.

The claims system has seen some changes over the years. A new National Narcotics Council resolution in 2007 created a standardized format for mayor’s offices to register complaints, clarified response times at each stage, and created a “special inter-institutional technical group” to verify them, work that in any case continued to be led by the Antinarcotics Police. It also reduced the timeframe for submitting them to a third: instead of 60 days from the fumigations, peasants now had 20 days to file their petition. Five years later, another resolution extended the time to file a complaint to 30 days.

The structural problem, however, remained: for two decades, Antinarcotics Police was responsible for examining and evaluating the seriousness of the complaints filed against the behavior of the police force itself. In other words, it was both judge and jury.

The Constitutional Court’s scolding

The problem resurfaced during a debate in the Constitutional Court as a result of a lawsuit of several Afro-Colombian communities of Chocó who demanded their right to prior consultation to be respected and asked for compensation for damages caused by glyphosate.

In siding with them in April 2017, the Court highlighted three significant flaws in the complaints and claims system. First, it noted that requirements such as the geo-referencing of properties had been an obstacle for peasants to access justice. Second, it noted that the fact that the police were both judge and jury “does not offer guarantees of independence and impartiality”. Finally, it noted that there was no evidence that the 158 complaints that were compensated between 2012 and 2015 - out of a universe of 3,090 requests, according to Antinarcotics data - had been taken as lessons learned and had led to changes.

Several public bodies agreed with this diagnosis. The Inspector General’s Office warned that “the difficulty of having GPS equipment in an armed conflict zone or the lack of adequate maps in the municipalities (...) can generate erroneous data and unfair rejection of a claim”.

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The Constitutional Court agreed with entities such as the Inspector General’s Office and researchers like Kristina Lyons that requiring peasants to provide coordinates for their land, as shown in the Mutumbajoy map, was an excessive burden that hinders access to justice. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

Kristina Lyons was one of the people who asked the Court to tighten the conditions of the claims system. “It is worth asking, given the number of complaints rejected at the regional and national level, whether the mechanism for processing these complaints for damages caused by aerial spraying operations with glyphosate has complied with constitutional standards, such as the right to due administrative process and the protection of subjects of special constitutional protection such as indigenous peoples, farmers and Afro-descendant communities,” she told the judges during a public hearing to follow up on the ruling in 2019.

As an example of these failures in due process, Lyons told them the story of Pedro Pablo Mutumbajoy and the limbo in which his complaint ended despite administrative errors by the police.

Beyond individual cases, the failures in these channels of communication, the absence of an independent body to decide cases and the lack of transparent responses could be weakening the perception of the state among farmers in coca-growing areas. “To the extent that institutions do not meet citizens’ expectations about what they were created for, this contributes to undermine their legitimacy, because ultimately we build trust with results,” says Miguel García Sánchez, a professor at the University of the Andes who a decade ago investigated the relationship between the drug business and local political culture. His conclusion was that forced eradication - and in particular aerial spraying - has negative consequences on citizen participation and trust in institutions.

This journalistic alliance asked Antinarcotics Police for information on the status of the Moreno and Mutumbajoy claims, but at the time of publication had not received an answer.

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The trees that Mutumbajoy has planted in La Esperanza, while providing economic sustenance for the future, also fulfill the functions of storing carbon and recovering the forest. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

Bureaucracy frustrates the other Pedro Pablo

A farmer with the same name, Pedro Pablo, but a different surname, Moreno, spent a decade fighting a similar administrative maze over the erroneous fumigation of his crops on the other side of the country. Like his Putumayo namesake, Moreno also failed to obtain a substantive response to his complaint.

He ultimately failed, despite respected figures such as Jesuit priest Francisco de Roux - now president of the country’s Truth and Reconciliation Commission and at the time a well-known promoter of economic and reconciliation projects in the Middle Magdalena region – having written to then First Lady Lina Moreno, wife of President Alvaro Uribe, exposing a case they saw as an injustice.

On June 12th 2003, Moreno went to the town of Simití to file his complaint. In the document, which the peasant filled out by hand and the local ombudsman typed, there are few details of the event but a detailed account of its consequences and his request for compensation.

In mid-May, Moreno denounced, an aircraft sprayed his farm La Morena in the Humaderita hamlet of Simití, an area of difficult access located in the middle of interconnected marshes and wetlands that make this area of the Middle Magdalena one of the best examples of what scientists call ‘amphibious Colombia’. This was the time when, under Plan Colombia, the U.S. government financed the spraying program and U.S. companies such as DynCorp were contracted to carry them out.

“I let you know that these are the damages caused by the fumigation,” wrote Pedro Pablo, “affecting more than 30 years of heritage that we have worked on with effort with the family we have created.” He then presented the catalog of losses: 6,000 sticks of yucca, 200 yams, 300 mafafas, 300 plantains, five hectares of corn and two and a half hectares of rice, 300 sugar canes, 20 pineapples, 50 avocado trees and 100 citrus trees, in addition to four hectares of timber, 15 hectares of Brachiaria grass and the garden of his house.

At this point there seems to be a gap in the file kept by Pedro Pablo - a copy of which he gave to the José Alvear Restrepo Lawyer Collective (Cajar) and which this journalistic alliance reviewed - because there is a whole year with no documents. It is possible there never were any documents, as in July 2004, Moreno sent a right to petition to Antinarcotics Police and the National Narcotics Directorate asking if there was any progress in his case. “I am a God-fearing person and I hope in him that you will make the best decision,” he wrote to them.

He probably never found out that the police had admitted his complaint in May, almost a year after filing it, according to later documents. This fact reveals the poor communication of the entity with those who filed formal complaints about its actions.

In February 2006, almost three years after the fumigation that Moreno complained about, the Antinarcotics Police finally made a decision: despite confirming that on May 26th 2003, there had been spraying operations in Simití, Colonel Henry Gamboa, head of the eradication area, announced that the complaint ‘did not proceed’.

According to the report sent to the local ombudsman, the police made a “field visit” to the property between August 18th and 22nd of the previous year. “Several coca fields were found in the middle of the native forest that was subject to aerial spraying,” the Antinarcotics report said. “These are mixed with some plantain and yucca plants, continuous deforestation for new crops, which is why the group decided to reject the complaint, having found the presence of remnants of coca plantations mixed with licit crops.” After categorizing their farm as a ‘mixed crop’ - or ‘a crop with both licit and illicit plants’ - they rejected the complaint and had it archived.

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The fumigations on the farms of the two Pedro Pablos, whose families were tending native timber trees and cocoa crops, exemplify how productive and environmentally sustainable solutions in coca-growing areas face many obstacles, even from the state itself. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

However, this did not reach Moreno’s ears either. Half a year after Gamboa’s letter, and on the day that marked the anniversary of the visit that the police said they had made to his property, Pedro Pablo sent a letter to Antinarcotics asking about his case.

In his August 2006 request, written with the letterhead of the Simití municipal government, Moreno expressed to Colonel Gamboa his surprise at the news regarding his case for the previous year, as none of it had reached him. He told him that he had been waiting for the visit to the property and that, after asking Major Edgar Efrén Pérez, was told that it had already happened a year before. He also told him that he had just learned of the closure of the case. “We knew nothing of the decision taken by you, because the municipal ombudsman of Simití, for security reasons, cannot send messages to this area and the only means he has is the community radio station and no one had informed us about it,” he wrote, revealing the failures in notifying those who filed complaints.

But above all, Pedro Pablo Moreno was perplexed and annoyed by the police’s conclusion that there was coca on his land. “We find it strange that you state that there were traces of illicit crops on our farm, given that we are a God-fearing Christian family and we have never mingled with the drug trafficking business because this goes against our religious principles,” he wrote. He insisted that they had no information about the police verification visit, so he asked them for a copy of the minutes of the visit and information about who received them at the property.

Not even a month had passed since the letter complaining of having had no news of their claim, when the Moreno family found themselves immersed in another fumigation operation. On September 19th 2006, at about 2:10 in the afternoon, two Antinarcotics aircraft flew over La Morena farm and for the second time dropped glyphosate, according to Pedro Pablo’s account in his letter to Antinarcotics police.

This time, he had a new concern: he had received a credit of 5 million pesos (about 2100 dollars at the time) from the Agrarian Bank. “As my farm is fumigated, how am I going to pay the bank?” he asked Colonel Gamboa.

Perhaps frustrated by the lack of clear answers to his first complaint, this time the Simití farmer was supported by a motley group of acquaintances who wrote to the authorities giving testimony of his character. Fifteen neighbors emphasized that, in their words, “this farm has had no illicit crops” and backed up a table describing the new trail of damage: 120 cocoa trees, avocado, mango and citrus trees, taro and yucca bushes and about thirty native timber trees. Reverend Andrés Marimón, pastor of the Cuadrangular Christian Church of Pozo Azul, wrote to Colonel Gamboa of Antinarcotics to attest that Moreno was his parishioner and that “he has never worked with illicit crops”. Finally, the members of the community action board, to which Pedro Pablo belongs, asked the ombudsman to corroborate that there was no coca in La Morena.

A week later, then ombudsman Juan Carlos Torres traveled to La Morena, about two hours from the town. As a result of that visit, he issued a certificate declaring that the owner “does not have any illicit crops on his farm and that the damage caused by the previous fumigation is very certain”.

None of this seemed to prompt the police to revise their position. On October 24th, a month after the second fumigation denounced by Moreno, Antinarcotics answered his letter regarding the first spraying. In it, Colonel Gamboa reiterated the diagnosis of his visit and blamed the ombudsman of Simití for any delay in notification. “It was concluded that the coordinates are the same that were visited (...), reason for which the decision of the complaints group will stand,” he concluded.

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Farmers like Pedro Pablo Mutumbajoy point out that, even eight years after the spraying, there are visible after-effects such as trees half the diameter of those not touched by glyphosate. Photo: Andrés Bermúdez Liévano

An appeal to the first lady

Faced with the unwillingness of Antinarcotics to reevaluate its rejection, the Moreno family changed strategy: they began sending letters and seeking meetings with various people in the administration of Alvaro Uribe, including his wife - and namesake of the family - Lina Moreno.

They did so with the support of the Middle Magdalena Development and Peace Program, an experiment that has promoted dozens of farming economy projects and associative credits as economic alternatives in the midst of war, in a 30,000-kilometer area covering 29 rural municipalities in Santander, Cesar, Antioquia and Bolivar, including the corner of Simití where the Moreno family lives.

In February 2007, one of Pedro Pablo’s sons wrote a three-page letter to Interior Minister Carlos Holguin Sardi asking for a review of the process. In it, Javier Elías Moreno told him the story of his frustrated complaint and the second fumigation, but also the twisted way in which the family learned of the administrative decisions taken against it. According to his account, being invited to Cimitarra (Santander) in July 2006, as part of a group of social leaders from Magdalena Medio, Elías took the chance to bring his personal file with him. There he was introduced to First Lady Lina Moreno, who, after hearing his case, immediately put him in touch with former congressman Luis Alfonso Hoyos, who at the time headed the Presidential Agency for Social Action, which grouped together the government’s social programs. It was Hoyos who, via fax, helped him get a hold of the Antinarcotics decision against him.

“We ask not only for economic compensation for the damages caused, but also for the dignity of our family, that the case be resolved as soon as possible and the claims that we are coca growers be retracted, because this will bring us graver consequences than the fumigation, such as expropriation and the threat of armed groups to our family,” Moreno implored the minister, just a month before the latter signed the resolution that set more peremptory times for the evaluation of claims.

In the letter, he told Holguín Sardi that they believed that the police never inspected his land and never provided them with a copy of the report. He told him that they believed Antinarcotics had the wrong coordinates for the farm, because Fupad - an OAS-affiliated NGO they worked with - had geo-referenced it and established that the coca on neighboring farms was 500 to 800 meters away. He explained that, in an interview with Colonel Gamboa at the Catam airbase in Bogota, Gamboa said that the police did not have his second complaint, that they had not received his request for the report, and that his only remaining course of action was a lawsuit. And that they promised to organize a new overflight to evaluate the second complaint, for which Javier requested that the family should be present.

“We have resisted the attacks of the guerrillas (who killed two of our brothers), of the paramilitaries (who threatened us, stole the few cows acquired after 40 years of my father’s work, and accused us of being guerrillas, forcing the displacement of another brother), and now it is the state that is going to displace us with another fumigation”, he closed his letter, of which he sent copies to Hoyos and the First Lady.

Six months later, Father Francisco de Roux - founder of the Development and Peace Program - also interceded for the Moreno family. In August 2007, he sent a harsh letter to Colonel Gamboa expressing his “energetic complaint for the treatment” of Javier Elías by Antinarcotics police in a second meeting held a few weeks earlier, this time at the Ministry of Agriculture, in which he and his right hand Miriam Villegas were present.

According to the Jesuit, that day the top official responsible for dealing with the complaints “treated the farmer as a liar” and blamed him for the costs of the two overflights, accusing him of giving them false coordinates. De Roux complained that, despite several third parties having confirmed they visited the farm and found no coca, Antinarcotics Police did not even want to tell Elías Moreno what they had concluded from the second overflight, in which he had accompanied them.

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One of the yellow simarouba trees whose photo Mutumbajoy attached to his lawsuit. Photo: Pedro Pablo Mutumbajoy / Fundación Itarka

“You know very well that this farmer has spent money he doesn’t have making trips to Bogota seeking all kinds of certifications and interviews,” said Father De Roux in the letter in which he also copied the first lady and in which he asked them to at least allow him to “rebuild his reputation”. But despite the priest’s letter and the “special request for a review of the case” from Sandra Devia, director of territorial affairs and public order of the Ministry of Interior and Justice, the case seemingly never moved. In Pedro Pablo’s words, the police “closed the case without giving us the right to reply or another opportunity to defend ourselves.”

“We had no answer about any of that. I didn’t keep insisting after that because it was clear that they were not interested,” says Elías Moreno today, almost 19 years after the original complaint. The second time they were fumigated, the Moreno family suffered even greater losses. At that time, through their mother Jóvita Espinosa, they were part of a cocoa production project managed by the local cooperative Asocazul, supported by the Middle Magdalena Development and Peace Program and partially financed by a bank loan. After several of the beneficiaries were fumigated and felt that their complaints were never addressed, some thirty of them joined together in 2013 to file a class action suit. They had the support of the José Alvear Restrepo Lawyer Collective (Cajar) and demanded that the Colombian state compensate them for damages, as Agencia Baudó recounted in this story.

“The ordinary peasant who files a complaint is never listened to. There is no support from the national government or from the local administrations. Oftentimes we had to provide their transportation [to the properties] or we were told they could not go due to security reasons, as if it were a favor and not their duty,” says Esther Julia Cruz, farmer and legal representative of Asocazul.

After eight years and an adverse first instance ruling in the Administrative Court of Bolívar, their lawsuit finally reached the State Council. Theoretically, a decision should come soon, since in March of last year the same court issued a priority request in favor of the peasants, considering that several of them are elderly or ill.

Their mother Jóvita, in fact, died eight months ago, about to turn 80 years old and waiting for the ruling. Their father Pedro Pablo, who still lives in La Morena, is 81.

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Cases such as that of Mutumbajoy and Moreno show how the Colombian state has failed to provide farmers claiming damages caused by the spraying with timely and effective access to justice. Photo: Andrés Bermúdez Liévano.

Like his namesake from Simití, Pedro Pablo Mutumbajoy also put his trust in a lawyer. Having heard nothing from Antinarcotics since 2014, he accepted the offer of a veteran politician, former governor-in-charge Fabián Belnavis, to legally represent him and a score of farmers in Puerto Guzmán in exchange for a commission on any compensations paid. Six years later, however, Mutumbajoy says he has not heard from him since. Asked about the status of the process, Belnavis told this journalistic alliance that the class action suit he filed in 2015 was rejected by the Administrative Court of Nariño.

Despite all this Pedro Pablo insists that he did not have coca when he was sprayed. “I don’t know if they did a satellite visit, but they must have an image that they can take on a screen. They haven’t shown me those images proving we had coca crops,” Mutumbajoy says, as he walks through the private forest that changed his life.

If in his remaining seven months in office President Iván Duque still wants to resurrect glyphosate spraying even when U.S. drug policy towards Colombia has changed under Biden and no longer mentions aerial spraying, he will have to prove that there is an effective mechanism that can respond to the claims of peasants who suffer collateral effects on their farms.

In April this year, his government took the first steps towards a change in the complaints procedure. From now on, according to a presidential decree, different government entities will evaluate complaints according to the nature of the damage reported. In the case of damage to licit crops, it will no longer be Antinarcotics Police, but the Colombian Agricultural Institute (ICA), which oversees the country’s phytosanitary standards, while the National Housing Fund will examine damage to houses or buildings.

Although there will no longer be a party acting as judge and jury, the government will in any case have to prove that the revamped mechanism will really listen to the voices of farmers and respond within a reasonable timeframe.

“I feel frustrated. They don’t feel the work one does is necessary. We are contributing to society: those trees are capturing CO2. It’s not just a benefit for me, but for everyone,” says Pedro Pablo from Putumayo, who has his sights set on forests like his being eligible for receiving money as environmental services. He proudly says that two years ago two students from France’s Rennes 2 University came to measure how much carbon is stored by his forest.

“The damage was real, but there was no satisfactory response. They just denied the complaint. And nothing else happened,” he says.

An Addictive Waris a collaborative and cross-border journalism project on the paradoxes left by 50 years of drug policy in Latin America, from the, Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Dromómanos, Ponte Jornalismo (Brasil), Cerosetenta and Verdad Abierta (Colombia), El Faro (El Salvador), El Universal and Quinto Elemento Lab (México), IDL-Reporteros (Perú), Miami Herald / El Nuevo Herald (Estados Unidos) and Organized Crime and Corruption Reporting Project (OCCRP).